Desde México, apoltronado en la soledad que siempre ha cobijado su indiferencia ante la situación política de Cuba, un amanuense se disfraza de bardo y escribe un elegíaco poema a Guillermo Fariñas, y hasta lo publica; otro, que sí es poeta, envía sus aplausos desde Miami , pero en privado siente repugnancia por todo lo que huele a política, a Cuba, mientras se queja de su exilio en un país atroz, cuya seguridad social lo mantiene sin trabajar. Siente que se salpica de la insustancial lucha de algunos, y del salto mortal al vacío de otros que se lanzan a la confrontación brutal-con la palabra descarnada, como debe de ser la palabra cuando defiende una causa honesta-, con un enemigo cruel, feroz, que desde la isla cautiva se sostiene con la indolencia, la doble moral y el oportunismo de muchos. El poeta y el amanuense creen que es tiempo del perdón y del olvido, y que los que enarbolan la palabra bélica sólo están cargados de un odio infinito.
Mientras allá, tras el diente de perro insular, el ex coronel Guillermo Fariñas palpa cómo, tras 135 días de huelga de hambre asistida-aunque muchos se molestan por esta obviedad- sin lograr lo que se propuso (la liberación de los 26 presos más enfermos sin destierro), el régimen castrista arrecia la represión, incrementa la violencia de estado y consolida el poder.
Sin embargo, en entrevista a Diario de Cuba, Fariñas no habla del fracaso de su huelga, ni de la violencia ejercida sobre Reina Luisa Tamayo, pero sí habla de pedirle al gobierno compromiso para modificar las leyes (el diálogo de la melcocha suplicante, que legitima a un dictador, o a dos- el régimen es hoy bastante bicéfalo-, y a la iglesia católica, de tan nefasto comportamiento en la historia de Cuba, que ahora, con el cardenal Ortega como vocero de Raúl Castro y embajador plenipotenciario ante los Estados Unidos, pretende apropiarse de un espacio en la sociedad, a cambio de servir de apaciguador de la grave situación sociopolítica del país), de que la posición común debe mantenerse (no puede decir lo contrario, sería como negar el sentido de su huelga), de que “el gobierno debió aprender a lidiar y a ser flexible con la parte de la ciudadanía que se le enfrenta pacíficamente” (algo que niegan las acciones gubernamentales: detenciones, actos de repudio, chantajes, deportaciones, amenazas y retención en las cárceles de algunos de los presos más enfermos que se niegan a ser deportados), y de que “la oposición pacífica fue vencedora porque aprendió que, con métodos de reclamos ciudadanos, coherentes, bien estructurados, buscando el apoyo de la opinión pública internacional, el gobierno cubano se ve en la necesidad de hacer gestos humanitarios como estos” (y aquí se arroga el mérito de la deportación de presos políticos, magnifica su gesto en la generalización, al mismo tiempo que degrada la muerte de Orlando Zapata-luego de treparse en su gesta para restarle significado- y minimiza el impacto real de las Damas de Blanco, otorgándole al castrismo un rostro humano, cuando en realidad lo que ha hecho es una negociación con la iglesia cubana, para obtener a cambio benevolencia de Europa y dólares del turismo norteamericano, al mismo tiempo que abría el espacio para intensificar una campaña por la liberación de cinco espías confesos, juzgados y condenados con todas las garantías procesales que no tuvo ninguno de los presos políticos que hubo y hay en las ergástulas del régimen). Y es ahí, cuando cualquier lector avezado se puede percatar de la auténtica naturaleza de Guillermo Fariñas: es un disidente, sí, pero en esencia no es un opositor.
Fariñas pide que no haya ideologías, pero al mismo tiempo, desde su discurso, trata de imponernos la suya: No quiere el fin del castrismo, quiere su reforma. Fariñas (ideológicamente un castrista autoritario por su formación militar), al parecer hastiado de los excesos de sus líderes, forma parte de cierto grupo de militantes activos-algunos incluso responsables de los desmanes del castrismo (¿acaso alguien piensa que a Fariñas le regalaron los grados de coronel?)-, que creen que el sistema necesita ser reformado y rejuvenecido. Por eso Fariñas dice que Esteban Morales “ha perdido sus privilegios, pero no su dignidad”, aunque no aclara cómo un hombre que hasta ayer defendía los oprobios y miserias del régimen puede haber tenido algo de dignidad. En realidad el caso de Morales es uno más de los momentos en que Saturno decide comerse a alguno de sus hijos.
Fariñas es lo que los “cubanólogos” han dado en llamar un reformista. Sólo que hay dos clases de reformistas en el castrismo: los que se mantienen agazapados en las estructuras del poder, y los que hacen disidencia pública, aunque en estos últimos existe un subgrupo: los que desde la disidencia siguen dialogando con el régimen, a través de la policía política, como agentes de influencia o como colaboradores.
Los reformistas del poder se caracterizan por disfrutar de prebendas económicas y privilegios sociales, pero sin poder político real (Pérez Roque y Carlos Lage son buenos ejemplos), aunque entre ellos también hay niveles socioeconómicos: subclases.
Los reformistas de la disidencia se caracterizan por la ausencia de prebendas y privilegios de cualquier tipo, así como de nulo poder o influencia política, aunque entre ellos también hay niveles socioeconómicos, en dependencia del apoyo en dólares que reciben de cubanos exiliados, que buscan tener representatividad dentro de la isla. Apoyo que se convierte en el argumento preferido del castrismo para acusarlos de mercenarios.
Cuando el periodista entrevistador plantea la posibilidad de conversar entre gobierno y disidencia, Fariñas establece que “detrás de la nomenclatura hay personas que, independientemente de sus posiciones políticas, son ante todo patriotas y, mientras se piense en la patria, se puede comprender que hay que sentarse a conversar”. Es obvio que para el ex -coronel la nomenclatura no va a conversar (entiéndase los hermanos Castro, Machado Ventura, Ramiro Valdés y la aristocracia militar de la que Fariñas estaba excluido, por no ser parte de la génesis de ese grupo- forjado en la Sierra-, mayoritariamente blanco y racista, y por ser el simple hijo de un zapatero remendón), por lo cual le da carácter de patriotas a los que en realidad, como él, son desplazados del grupo de privilegiados de primer orden del poder. Y es que, dejémoslo claro de una vez, estos “reformistas”, de un bando y del otro, durante décadas han sido cómplices, por acción u omisión, de los asesinatos, encarcelamientos y atropellos del sistema. Y también de la debacle ética, moral y socioeconómica de Cuba.
Los reformistas cubanos son en realidad, ideológicamente, castristas de nuevo orden, que pretenden imponerse en el futuro de Cuba. Y es por eso que Fariñas habla de que “los radicales dentro de la nomenclatura cubana (…) no quieren ceder un ápice del poder que poseen”. Es obvio, a eso aspiran los reformistas: una cuota de poder que creen les pertenece, y que la longeva dinastía en el poder les usurpa.
Es notable que Fariñas, cuando se refiere al exilio que se opone al diálogo, pretende equipararlo con la nomenclatura radical, y eso lo hace coincidir ideológicamente con ese sector del exilio repleto de castristas y agentes de influencia de los servicios de inteligencia del régimen, que están injertados en los medios de comunicación, en las universidades, en grupos empresariales y de presión, y hasta en altos niveles del gobierno norteamericano, que buscan hacernos creer que el exilio no quiere el cambio en Cuba, porque le conviene a su “industria política” la permanencia del castrismo. Y no hay argumento más vil y anticubano que ése. En primer lugar, porque pone a la víctima al mismo nivel que al victimario. Y en segundo lugar, porque si Fariñas y los dialoguistas reconocen que la nomenclatura no quiere dialogar, entonces el diálogo es una figura políticamente abstracta dentro de la realidad cubana. Una utopía de los reformistas de cualquier signo.
Fariñas, a quien ciertos medios de comunicación del exilio lo quieren vender como un intelectual, como un maestro culto, dice que “un intelectual, si en verdad lo es, tiene seguidores”. Fariñas le exige al intelectual la función de educar al pueblo, y la misión (que de por sí no hay que dársela, porque el intelectual tiende a apropiársela y a creerse con la autoridad que lo obliga a opinar y tratar de imponer su punto de vista en lo sociopolítico y en lo económico) de, como sacerdotes seculares, “crear ideas, difundir opiniones”, al mismo tiempo que decreta lo que los intelectuales de Cuba y-oh, soberbia- del mundo tienen que hacer: “hay que pensar en Cuba, en la patria, en la nación, no en las ideologías”. Y es que de esa forma, Fariñas, el intelectual, se asigna la vanguardia de un intelectualismo neocastrista. Un intelectualismo populista transportador de la verdad popular que se rebela contra los aristócratas del espíritu-esos intelectuales sin “seguidores”.
Fariñas , tal y como el más simple de los albañiles, posee su substancia cívica, pero al tratar de comportarse como intelectual, lo hace, en el mejor de los casos, como el intelectual orgánico de Gramsci, exigiendo compromisos con los más desfavorecidos, que identifica con Cuba, la patria y la nación, como si fueran la misma cosa, un todo homogéneo, otorgándole a esos compromisos el carácter de entelequia perfeccionadora, al mismo tiempo que, al negarle a los intelectuales el derecho de asumir posiciones ideológicas (porque “si pensamos en las ideologías no podremos hacer una transición sin derramamiento de sangre ni perdón”), se convierte en un antiintelectual que ordena un valor por encima del otro-incluso protege el status quo del castrismo-, y a la vez trata de imponernos la creencia de que un escritor o un sociólogo o un sicólogo (como es su caso), por el simple hecho de serlo, tiene que ser germen de iluminación política. En un acto de ocioso malabarismo intelectual.
Fariñas se convierte-quizás sin querer- en guardián de, para parafrasear a Etzioni, la “suposición colectiva” de lo que debe ser un intelectual, al proponer normar el comportamiento intelectual- algo que lo acerca aún más a la ideología castrista que propone echar a un lado. Basta con pensar en la vida de Heidegger o en la del mismísimo Marx, para negar su presupuesto. Incluso, no se valida si lo analizamos dentro de la tradición intelectual cubana y los contextos específicos en que se ha desarrollado, sobre todo en el último medio siglo, donde los que han tenido el control de la cultura han sido en unos casos instrumentos-por complicidad o por silencio-, y en otros parte integral del sistema opresivo que ha regido los destinos del país.
En resumen, Fariñas parece apostar por la homogeneidad del intelectual en aras de reivindicar la lealtad a Cuba, la patria y la nación, en momentos que parece que si hay algo que pedirle a los intelectuales es que, como propone Edward Said, le salgan al paso a las imposiciones que le exigen ese tipo de acatamientos y se conviertan en críticos feroces, en francotiradores enfrentados abiertamente al status quo. En francotiradores hipercríticos de la realidad cubana, del pueblo cubano, del gobierno cubano, de la nación cubana, de la cultura cubana, de la política cubana, de la intelectualidad cubana, en fin, de Cuba toda. Quizás lo que menos necesitamos son disidentes reformistas, y sí opositores al stablisment castrista.
También es notable en el discurso de Fariñas, al referirse al exilio, que no habla de disidencia, sino de oposición. Y con justeza, porque en el exilio, en su mayoría, pese al esfuerzo de agrupaciones como Cuban Study Group, empeñadas en pagar encuestas que reflejen lo contrario, la mayoría es anticastrista por oposición, que significa: no al diálogo con los Castro y su nomenclatura, respeto a los derechos humanos, libertad incondicional de los presos políticos (aún Fariñas no denuncia el destierro de los presos excarcelados), pluralismo partidista, libertad de prensa, libertad de expresión, libre empresa y memoria como antídoto contra el olvido.
Y es justamente ahí, en la memoria, donde los reformistas como Fariñas, que en realidad son una especie de neocastristas que abogan por un castrismo reformado sin los Castro, o con los Castro hasta que se mueran, pero con reformas donde ellos tengan acceso a cierta cuota de poder político, son altamente peligrosos para el futuro inmediato de Cuba. Y él lo deja claro cuando dice que el perdón es “lo fundamental para que esta nueva revolución que se acerca no se parezca a la de 1959, donde todo fue sangre y venganza”. Lo que propone Fariñas es el olvido, el borrón y cuenta nueva, en aras de una transición pacífica, que todos sabemos-pero nadie reconoce- que es un eufemismo para disfrazar la continuidad del castrismo detrás de concesiones económicas y políticas. Lo que propone Fariñas es que la disidencia reformista encuentre aliados en la nomenclatura con los que pueda usar el olvido como instrumento de negociación. El perdón como pedestal para acceder al poder.
Los pacifistas desean que los cambios en Cuba sean controlados desde el poder, a través de la negociación con ellos. Pero sucede que la transición pacífica sólo es una quimera que jamás lograran con sus estrategias de disentir, pero no oponerse, mientras los hermanos Castro controlen el poder. Los acontecimientos recientes demuestran que la oposición descarnada (Zapata, Damas de Blanco, Reina Luisa) y no violenta es la única vía para doblegar al castrismo, que a lo largo de más de medio siglo ha ejercido la violencia de estado de forma sistémica, y no va a ceder esos espacios de poder que Fariñas y los reformistas desean, a no ser que se los arrebaten.
Va siendo hora de corregir la semántica política, y empezar a diferenciar entre los disidentes, que le piden al régimen que se reforme, que haga concesiones, para que mejoren las condiciones económicas del pueblo y se comparta el poder; y los opositores, que quieren que termine el régimen de opresión y Cuba alcance un status político, económico y social de plenas libertades, donde al poder se acceda por medio de la lucha democrática y no por componendas y conveniencias, que satisfagan ambiciones personales.
No se puede construir un futuro para la isla si se olvidan y perdonan los crímenes de una dictadura contra miles y miles de cubanos. Lo que Cuba necesita no es una transición pacífica, sino el derrocamiento definitivo del castrismo y su legado de forma pacífica. La invalidación política de los castristas que son responsables del manejo de las estructuras del poder y de la represión desde el poder. Y para desmontar el castrismo, como se desmontó el nazismo alemán, habrá que hacer justicia, porque en una sociedad donde predomina la ausencia de justicia se tiende a olvidar su valor.
Estaría bien recordarle a Guillermo Fariñas, a los reformistas, al amanuense de México y al poeta de Miami, la importancia de la memoria edificante para evitar que nos falte la justicia. No es un problema de odio infinito, sino de sentido común . Y quizás un bolero cantado por el gran Barbarito Diez lo dice mucho, pero muchísimo mejor que como lo puede decir la elegía de cualquier intelectual: "ausencia quiere decir olvido, decir tinieblas, decir jamás. Las aves pueden volver al nido, pero las almas que se han querido, cuando se alejan no vuelven más... Si tantos sueños fueron mentira, por qué te alejas cuando suspira, tan hondamente, mi corazón".