sábado, 13 de diciembre de 2008

El bobo de la yuca


Algún jodedor diría que son monjes con las palmas de las manos muy vellosas. Quizás algún otro, con cierta postura culterana, que son parte de una siembra de semillas podridas que brotan fuera de época, hasta convertirse en árboles torcidos que jamás sus troncos enderezan. Lo cierto es que en todos los pueblos de Cuba hay por lo menos un bobo de la yuca.
Estos anormales, a diferencia de otros bobos, no siempre se babean o comen de lo que pica el pollo, pero tienen algo en común: en cuanto ven pasar una mujer se ríen abriendo la boca con desmesura, para provocar el gutural tintineo de la campanilla, que se le mueve en un ligero y sabroso coqueteo con las amígdalas, y la pinga se les pone requetetiesa. Esa pinga que es grande muerta y más grande viva. Esa pinga que puede ser gorda y larga; flaca y larga, pero nunca corta, nunca. Ya bastante tienen los pobres con ser idiotas, como para que encima tengan que arrastrar el miserable peso de tener la pinga chiquita.
Jasón era uno de esos bobos de la yuca. Jasón no se babeaba y era alto y rubio y fornido y de ojos azul oscuro y de no haber nacido con el cerebro medio muerto hubiera podido ser una estrella de cine. Jasón no se babeaba y antes que Mariana empezara a levantarse la saya en sus narices, eran varias las cabronas del pueblo que se lo jalaban hasta la cañada y lo cabalgaban y lo enseñaban a gozar y a hacer gozar. Jasón no se babeaba y se convirtió en el comentario secreto de las mujeres y era el hombre más famoso del pueblo, sin que lo supieran los otros hombres y ninguna cabrona lo confesaba y todas soñaban con Jasón entre sus piernas y unas eran solteras y otras casadas y otras virgencitas como Mariana. Jasón no se babeaba y tenía una sonrisa que hacía florecer a su cara gracias a sus dientes perfectos y blanquísimos. Una sonrisa que parecía estar colgada de los labios. Una sonrisa delicadamente boba. La misma sonrisa que engatusó a la mulata Candita, el día fatal que lo metió en su casa y en su cuarto y en su cama cuando su marido no estaba y parió un vejigo casi blanco y el negro Evaristo casi la mata y el vejigo creció y el pueblo tenía otro bobo de la yuca y Evaristo cogió el cuchillo que le daba su oficio de matarife y se lo metió por la nuca a Candita mientras asaba maíz y se lo traspasó por el gaznate y se lo sacó suavecito para que no le doliera y se lo metió al bobito que jugaba con su pito en la mano zurda y se fue a buscar a Jasón para metérselo quién sabe por dónde y de camino, con el matavacas chorreando sangre, lo agarró la policía y todavía hoy está jalando un burujón de años tras las rejas.
Para Jasón existía una sola cosa: Mariana, la linda pelirroja de catorce años que le hizo olvidar a las otras mujeres del pueblo. Mariana, la de la cara pecosa, que siempre que pasaba frente a su casa, a la hora que él se daba sillón en el portal, como quien pasa sobre el carro de las herejías de Sodoma hacia Gomorra, se detenía y se levantaba la saya a cuadros plisada, para que Jasón viera que no llevaba nada debajo y se ponía a improvisar un can-can y Jasón veía que llevaba unas bien distribuidas pelusas de maíz (que no era el que asaba Candita) en el soñado y tierno pubis, que lograban que el potro cerero le galopara a todo reventar entre un muslo y otro, en un desenfrenado intento por alcanzar lo más alto de la colina. Intento en vano, porque el potro siempre se estrellaba contra el muro de contención de la portañuela, para luego acabar agarrado de las riendas (del tallo) por los dedos de la mano zurda del bobo, que desde media hora antes acechaba dentro del bolsillo del pantalón, con un toqueteo disimulado que no dejaba que el animal se durmiera. Mariana entonces le sacaba la lengua y se iba canturreando y dando salticos como cualquier muchachita ingenua. Jasón entonces exprimía su potro, hasta que éste, destrozado y sediento por el intenso galope, se quedaba quieto, muy quieto, casi estrangulado por la fuerte mano zurda, y se babeaba obligando al bobo a poner los ojos en blanco.
Un día, como todos los días desde hacía más de un año, cuando Mariana iba de Sodoma hasta Gomorra, se dio cuenta que el sillón de Jasón estaba vacío. Se detuvo frente al portal por unos minutos, pero nada. Durante cuatro semanas Mariana esperó ver a Jasón en el portal, pero nada de nada. Una voz corría por el pueblo, como corren las voces por los pueblos chiquitos, azuzada por las llamas del infierno: Jasón está enfermo (primera semana), y el sepulturero se levantó de la cama con todo el peso de sus huevos herniados, que no eran huevos, sino globos. El bobo de la yuca se está muriendo (segunda semana), y el sepulturero fue rumbo al cementerio con sus huevotes arrastras. El anormal está jodido (tercera semana), y el sepulturero caminó entre las tumbas, cansado, con los huevotes sudorosos cocinados en el horno de cuarenta grados de aquel verano, en busca del sepulcro familiar y dispuesto a preparar las condiciones por si había que desenterrar al último difunto. El bobo se parte en cualquier momento (cuarta semana), y el sepulturero abrió la tumba “Para que le dé un airecito”, dijo, y se sentó a hacerle compañía a la abuela de Jasón que estaba hecha polvo, en espera de que la familia le avisara si por fin el bobo se terminaba de morir o no. Y la iglesia se llenó de mujeres rezando (mujeres que Jasón había llevado al hipnótico trance del orgasmo), para que la mano del Señor no le metiera un jalón al pobre idiota y lo mandara al otro mundo. Al más allá. O a donde sea que va a caer la gente cuando se va de este mundo pa’l carajo. Y el silencioso llanto plañidero de las mujeres retumbó en las paredes de la iglesia. Y la familia del bobo no creía en la iglesia católica, porque eran testigos de Jehová. Y los otros testigos del pueblo rondaban la casa como buitres. Y el médico del pueblo quería ver al moribundo a como diera lugar. Y el moribundo no comía. Y no bebía. Y no nada. Encerrado en su cuarto sin querer ver a nadie, con los ojos en blanco, porque el ojo que cohabitaba con sus muslos se babeaba y se babeaba y se babeaba atrapado en su mano zurda, que no era la mano del Señor, porque parece que el Señor no tiene siniestra. Y el médico que insistía en ver al bobo. Y el padre del bobo dice que “Nosotros sólo aceptamos la medicina de Jehová”. Y el bobo que seguía dale que te dale a la Manuela, entre continuos griticos de placer escuchados por su ingenua madre (lamento tras lamento), y su bruto padre (maldición tras maldición). Y los griticos cada vez eran más apagados, como signo de que Jasón iba desfalleciendo.
Afuera nadie sabía lo que en realidad pasaba dentro de la casa de Jasón. Nadie sabía lo que pasaba en el cuarto de Jasón. Nadie sabía lo que estaba haciendo Jasón. Pero todos se empeñaban en devanarse los sesos por solucionar aquel embrollo, porque “Caballero, este pueblo no va a ser lo mismo sin el bobito”, advertía una joven de unos veinticinco años, con voz melancólica. “Hay que entrar a la fuerza. Tomar la casa por asalto y sacar al anormal ése de ahí y llevarlo pa’l hospital, cojones, porque si no en este pueblo de mierda todos se van a volver locos”, gritó, con énfasis autoritario, el jefe del cuartel de bomberos. Entonces comenzó el salpafuera, el dalealquenotedio, el estirayafloja y el quítatetúpa’ponermeyo, y a media noche (la última noche de la cuarta semana) la gente se juntó en el parque del pueblo espontáneamente- esto no es cierto, las mujeres lo organizaron todo y convencieron a los maridos, (las casadas), a los amantes (las solteras), a los amigos (las amantes), al cura (las viudas reprimidas), a los novios (las calienta pingas) y al sacristán (los bugarrones)-, y encendieron las antorchas en marcha hacia la casa del bobo de la yuca dispuestos a todo (nadie sabe a qué). Llegaron al portal con el sillón vacío y empezó la gritería de todos los colores: “¡Entreguen al bobo!”... “¡El anormal es nuestro!”... “¡Liberen a Jasón!” (soltó alguien que seguro acababa de ver la película Liberen a Willy, porque luego agregó: “¡Los animales también tienen derecho!”) “¡Déjenlo salir!”... “¡Abajo los testigos de Jehová!” (gritó el cura, con oportunismo, cansado de que en su rebaño existieran ovejas podridas, que quieran desvirtuar las enseñanzas del Señor) “¡Que se vaya la gusanera!” (fue el grito podrido de un viejo que no sabía que estábamos en la era de las mariposas, y que en ese instante se atragantó con una, de esas grandes y negras que son mensajeras de la desgracia, y se asfixió lenta, lenta, lentamente, sin que nadie en el tumulto se diera cuenta, hasta que cayó muerto entre los huevotes del sepulturero (que estaba ahí por casualidad o por chismoso, porque nadie lo había invitado), con los ojos tan abiertos como la noche. Y la noche aprovechó la muerte, para imprimir el reflejo de sus millones de estrellas en la orfandad de las pupilas dilatadas del viejo. En eso llegó la policía y contuvo los ímpetus de la turba y puso bardas y dibujó un cordón de hombres con escudos y palos en las manos y soltó alguna que otra bombita de gas lacrimógeno, para que las mujeres y los hombres lloraran, como en una telenovela mexicana copiada de una radionovela cubana del año de la corneta.
Dentro de la casa, por primera vez desde que empezara toda la odisea, los padres de Jasón escucharon a su hijo pronunciar algunas palabras. La madre, en el desespero total, pegó la oreja a la puerta del cuarto, pero lo que creyó que eran palabras en realidad “Son quejidos”, pensó la mujer en un primer momento, porque el ruido que hacía el padre con las botellas de refresco y el galón de gasolina y la lata de aceite con que preparaba unos cócteles Molotov no la dejaban escuchar bien. Pero aguzó el oído y supo que no eran quejidos. Y comprendió que no eran palabras. Y descubrió que era una palabra. Y era una palabra que ella entendía. Y era una palabra que casi no se oía. Y era una palabra musitada, que, probablemente, era la causa de todo el desvarío de su hijo. Y era una palabra, que en realidad era un nombre: Mariana. Pero ¿quién era Mariana? Ella vivía encerrada en su casa, aferrada a su Biblia, tratando de descifrar lo indescifrable en el Apocalipsis, y no sabía cómo se llamaba la mayoría de la gente del pueblo, más allá de sus vecinos cercanos. Iba a preguntarle a su marido si conocía a alguien llamada Mariana, cuando por una ventana de la sala entró un huevo clueco, que se estrelló en su frente y la sentó de nalgas, más por el susto que por la fuerza del impacto. El marido, que ya tenía listos los cócteles, agarró uno, encendió la mecha y lo lanzó por la misma ventana por donde entrara el huevo clueco, más encabronado por la peste que devoraba el aire respirable, que por el chichón en la frente de su mujer. Cuando se escuchó el impacto de la botella de refresco al reventar contra el pavimento, y a alguien que gritaba “¡Apáguenme, coño, que me quemo!”, Jasón se desgarró las amígdalas con la piñacera que le dio la campanilla en medio de un grito frenético y brutal: ¡Marianaaa!
Afuera de la casa la confusión era total. Nadie esperaba que el padre del bobo les cayera a coctelazos Molotov. Explotaban uno tras otro, con su carga incendiaria. Había gente ardiendo que se revolcaba por la calle, mientras otra gente intentaba apagarlos. La policía, sin órdenes que cumplir, rompió el cordón de seguridad, incorporándose a la actitud colectiva: paticaspa’quétequiero. En menos de lo que canta un gallo la calle se quedó sin un alma, aunque el padre, poseído por alguno de los demonios a los que tanto temía su fanática mujer, seguía tira que te tira cócteles, hasta que se acabó las cinco cajas de refresco, y llegó el silencio.
Y desde el silencio apareció Mariana. Y se sentó en una esquina, con el rostro iluminado a ráfagas por las llamas de los cócteles que se iban apagando. Y esperó en medio de la oscuridad a que el pueblo se metiera en sus camas, más por el susto que por el sueño. Y esperó a que se apagaran las luces de la casa, dispuesta a encaramarse hasta la ventana de Jasón, para averiguar qué era lo que pasaba.
En el cuarto, Jasón estaba tirado sobre la cama, desnudo, masturbándose con la mano zurda y con los ojos en blanco. En el cristal de la ventana del cuarto se sintieron unos toquecitos. Jasón volteó su rostro, y pudo ver el rostro pecoso de Mariana, que sonreía al verlo con aquella cosa enorme en su mano zurda. Y el bobo se reía, como se ríen los bobos de la yuca cuando ven a una mujer. Y el bobo abrió la ventana. Y Mariana entró. Y Mariana se levantó su saya a cuadros plisada. Y Mariana bailó un can can. Y no pudo (o no quiso) sacarle la lengua, y alejarse dando salticos, como cualquier muchachita ingenua, porque el bobo, parado en la cama, la agarró entre sus manos. Y puso su cosa grande entre las piernas de ella. Y se la empujó hasta donde el diablo dio las tres voces y nadie lo escuchó. Y se la empujó sin compasión, sin el límite que siempre le ponían las otras mujeres del pueblo, cuando le amarraban un pañuelo a mitad del rabo, para saber que la gozadera era hasta ahí, porque de ahí para adelante era el suicidio. La bestia babosa de Jasón, al penetrar completico en el sexo reseco y virgen de Mariana, le arrancó casi todas sus bien distribuidas pelusas de maíz.
A la cara de Jasón, una risa estúpida le provocó una felicidad estúpida. A la cara de Mariana, una risa congelada le provocó un dolor congelado en sus entrañas, mientras su cuerpo de catorce años tembló convulsionado a más de medio metro del suelo, sometido al violento e indetenible metisaca de la bestia. Por sus piernas, blancas como la leche, corrió una nata roja que manó de sus órganos destrozados, confundiéndose con el fétido olor de lo que alguna vez pudo ser un orgasmo. Desde su boca, pálida y con una mueca en los labios, un grito se babeó y se cayó al suelo moribundo, mientras sus ojos, desmesuradamente abiertos, contemplaban cómo la noche que se colaba por la ventana imprimía en la orfandad de sus pupilas dilatadas el reflejo de millones de estrellas.

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