domingo, 31 de mayo de 2009

Mi ángel de la guarda



La lluvia caía sin cesar aquella tarde de mayo de 1959. La tragedia empezaba a permanecer en la memoria y la tierra a convertirse en fértil sembradío de tumbas, cuando la vieja chivata llegó con los soldados rebeldes hasta el cuartucho del solar donde vivía el Negro Congo. Salivaba como perra rabiosa, mientras se enjuagaba la boca con la palabra torturador. Se lo llevaron cinco años junto con su olor a hierbas frescas.
De regreso parecía una caña seca y olía a moho, como si el sudor de sus antepasados esclavos se hubiera pegado a su pellejo. No le encontraron ni una gota de sangre seca en sus manos, pero le apagaron la luz en las venas y le enarbolaron el silencio de la muerte en el pecho. Lo supe al ver su silueta tirada en el suelo en medio del cuartucho, tiesa, disecada. Lo supe al ver los gusanos comiéndose su silueta, porque no tenían otra cosa que comerse, desde que a él se lo había comido el porvenir que florecía putrefacto en la trémula luz del fuego que incendiaba la isla.
En medio del cuartucho mal oliente la silueta sonrió al ver cómo el Negro Congo abría sus alas y se posaba sobre mi hombro izquierdo, al mismo tiempo que la vieja chivata lanzaba grandes gritos que, como cadáveres que se matan entre sí, le golpeaban el pecho con salvajes cuchilladas; gritos que la fueron ripiando, hasta convertirla en un escupitajo verde olivo pegado al suelo.

domingo, 24 de mayo de 2009

Imagen habanera



Recortes de orgasmos que el cansancio de la noche tira a la basura
en el azul del griterío que humea en la sangre de los cazadores,
después de que sopesan los destinos para mañana.
La sombra cubre a los ancianos que ya saben despreciar la muerte.
La sombra cubre a las mujeres que no saben de un final feliz.
Y los dioses se disipan en cascadas detrás de las paredes.
Y los hombres son gladiadores que gravitan en lamentos.
Y los niños son hormigas que no tienen hormigueros.

Grotesca, melancólica es a menudo la voz de La Habana,
tendida, sin trono, sin harina, llena de hordas que se comen
el incendio de los cuerpos y el amor de la madera.
Luminosa, resonante es a menudo el alma de La Habana,
libre, mayúscula, leal, llena de rincones que abrazan
el seno de una madre y los placeres de la cama.
Suturo la emoción en el ombligo y deshilacho la imagen,
mudo, en el doblez que sepulto en el destierro.

sábado, 23 de mayo de 2009

Bailan el mambo las mexicanas


Irse es volver cuando sólo la lluvia,
Sólo la lluvia espera.
Y ya no hay puerta, ya no hay pan.
No hay nadie.

Pablo Neruda


1

La mano del jefe del pelotón, en alto, con fingida ceremonia, empujó hacia abajo el aire madrugador, que se conjuraba con el tiempo que se reía de los hombres que lo intentaban detener. De nada sirvió el clamor de perdón de la gente. De nada sirvió que el Papa pidiera clemencia, por favor. El jefe del pelotón gritó fuego y las balas destrozaron al general, que no tuvo más remedio que morder la arena de la pequeña playa sin decir ni esta boca es mía, mientras unos ojillos cansados contemplaban la escena desde las sombras, asegurándose de que aquel héroe dejara de ser más importante que el cangrejo que en ese momento salía de su cueva huyendo de las luces que lo podían paralizar. Pero el hombre de los ojillos, llamado Pantacruel, quiso estar seguro en verdad. Salió a la luz con su eterna vestimenta, tomó la pistola "makarov" de reglamento del jefe del pelotón y disparó a la cabeza del general. Pero como no veía sin sus lentes, la bala se incrustó en el lomo del viejo cangrejo que pasaba cerca de la sien derecha del caído. Tuvo que pegar la pistola a la nuca del antiguo compañero y volver a disparar sin poder impedir que su rostro se llenara de una gelatina que, como aparición fantasmal, vería cada mañana al mirarse en el espejo, durante todo lo que le quedaba de vida.

Se han contado y se seguirán contando tantas cosas sobre el día que el fusilamiento del general se apoderó de la Epifanía de la isla, que ya casi nadie recuerda a ciencia cierta lo que de verdad ocurrió. Pero yo no he olvidado que esa mañana Joseito le dijo a Susana lo que ya me había dicho a mí. Le dijo lo del divorcio. Lo recuerdo como si fuera hoy, porque esa misma mañana Luisito, el jabao actor que se creía galán, sacó sus dos varas de "sinhueso". Se fue de lengua y le dijo a la policía Siniestra todo lo que tenía que decir sobre lo que Raimundo quería hacer en su programa de radio. Fue uno de esos días en que la ciudad se nubla y el cielo, que parece que se va a caer de golpe, dibuja la gravedad en el corazón de los que lo contemplan.

Susana no entendió nada de nada cuando Joseito le dijo que estaba planeando largarse con una dramaturga mexicana. Que ya no aguantaba más. Que todo pintaba mal. Que él no quería que lo cogiera la rueda de la historia. Susana le soltó una ringlera de improperios y protestas. Le armó tremendo titingó. No entendió (no quiso entender) cuando Joseito le habló de que la vida se le estaba yendo sin hacer lo que tenia que hacer. Pero al final, fingiendo resignación, de la misma manera que fingía sus orgasmos, le dijo así son las cosas cuando son del alma. Me da roña que me digas eso, pero no tienes que andar por ahí dando tumbos de un lado para otro, y le propuso que, mientras no se fuera, siguieran viviendo juntos, por si la extranjerita esa se echaba pa' atrás, vaya por si las moscas, por si le salía el tiro por la culata. Después de todo, si no funcionaba, calabaza calabaza, cada uno pa' su casa. Y lo hizo, con la esperanza de que a Joseito se le olvidara la locura que flotaba en sus palabras, como un aura tiñosa dispuesta a comerse, de una vez por todas, aquella relación concupiscente.

Susana trabajaba en "La jodedera de Raimundo", la comedia radial que más se oía en toda la isla. Cuando llegó aquella tarde a la emisora, el olor a sesos de general flotaba en el ambiente y Raimundo estaba borracho. Gritaba como loco desaforado golpeando la cabeza en la pared; golpeándola, hasta que un hilito de sangre, lento pero seguro, le inundó la cara. La policía Siniestra ya sabía que Raimundo quería salir al aire haciendo el cuento del soldadito de plomo. Que Raimundo quería salir al aire para derretir al soldadito en La Fragua de los Mártires Ilustres. Allí estaban los agentes con sus caras de perro. Allí estaba Luisito, con su risita nerviosa, arrastrándose como un majá. Allí estaban todos diciéndole a Raimundo ¡al carajo albañiles, que se acabó la mezcla! Era el fin, la censura. Era Raimundo apeándose de la nube. Era el principio de la represión definitiva, del olvido. Era Luisito, que ganaba puntos con Paniaguado. Era Raimundo en la fermentación total, chivateado. Eran los caras de perro gritando que el relajo tenía que ser con orden; que dentro del orden todo, fuera del orden nada.

Aquella noche, con la muerte del general salpicando la memoria de la isla, Joseito la recuerda muy bien. Fue la noche que Susana se olvidó de fingir sus orgasmos y se le tiró encima para hacerlo sudar la gota gorda. Susana gritó como una puerca cuando la llevan al matadero. Gritó más groserías que de costumbre. Joseito no olvida que se derramó cálidamente dentro de ella tres veces seguidas, mientras pensaba que era la reencarnación de Giacomo Casanova.



Nota: Primer capítulo de la novela inédita "Bailan el mambo las mexicanas"