a Carlos Díaz Barrios
Y más allá. Un tren lleno de raros animales
deforma la costumbre del silencio.
En el Alibar oí cantar a un muerto.
Un cantante barullero, que guardaba en una
cajita de música las melodías que le regaló
su madre.
Melodías enamoradas de letras pícaras
y una letra que casi escribió un juglar cervantino.
Y en el medio de la letra,
un estribillo pegajoso. Esa era la letra
de Dios.
No conozco a ningún muerto que cante.
Los muertos son animales muy extraños.
Siempre oigo las mismas melodías cuando el
tren pasa junto al Alibar.
No conozco a ningún cantante que
guarde la letra de Dios. Es el miedo a la lluvia
llena de letras que cruzan una ciudad de
gargantas divinas.
La garganta no es lo que ahoga al cantante.
Lo que ahoga es la ventana por la que
no se puede asomar la canción.
Y afuera el muro, el mar, la mirada por
donde va cayendo una carcajada vacía entre
las trampas de peces y el remolino de manos
donde El Diablo se viste de traje y ve
cómo nos meten los pies en un tanque con
cemento y cómo nos vendan los ojos y se burla de
la desgracia de nosotros.
Y más allá. Cerca de la central eléctrica de
Tallapiedra un tren lleno de raros animales que se
ponen de rodillas. Y las manos les sudan. Las
mismas manos con las que apagaron las velas que
encendió la furia del caballo tuerto que conduce el
tren hacia una isla que vive en el desierto. Los
animales saludan con sus manos sudorosas a
las mujeres que caminan desnudas por la línea
del tren como equilibristas suicidas. Y las
moscas se van comiendo los ojos de los animales
muertos como si se comieran los ojos de Dios.
Y más allá. Un tren pasa cerca de la casa de los
locos que tienen un extraño brillo en los ojos. Cristalino y
perdido como una manada de putas encerradas en un
cementerio.
Y Dios sereno y olvidado como un ilustre perdedor dice
como consuelo: Antes que yo no hubo nada creado, a
excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente. (1)
¡Oh ustedes los que están ahí dentro hagan malabares
con la pobrecita esperanza!
Y oigo cantar al verano. Su canto es un lamento. Y un
negro yoruba que lo escucha sabe que hay un ikú que
ejerce su fuerza poderosa para enmudecer su canto.
Y pienso que tal vez era verano cuando empezó el
mundo. O cuando el primer hermano mató a su
hermano. O donde se hizo el hoyo por primera vez. O
donde nació la maldición. O cuando el primer muerto
empezó a dar vueltas por la casa buscando a
quien llevarse.
Pero nadie sabe lo que hay en el fondo del mar.
Ni cómo la muerte le quitó al hombre lo que
tenía de santo.
El verano parece que está Osobo. Y el adivino
pregunta: ¿lariché? Y en Okana Sodde pasa un
tren con un gallo, dos palomas, una guinea, miel de
abejas, maíz tostado, jutía ahumada, carne de
res, dos cocos y pescado ahumado.
El verano paga el derecho y luego va a
refrescarse con un omiero del calor inmenso que
se respira en las armaduras del infierno.
Y más acá. El tren se toma la vida sin apuros. Se
niega a que le revuelvan la calma y escupe las
transparencias humanas y las cantaletas inhumanas,
como un tren que se acuesta en la línea del tren en
espera de que le pasen por encima. Ebrio de sí mismo es
jalado por una soga. Los relojes marcan las horas exactas en
una décima de la querencia. Una décima temeraria:
Una soga y un reloj,
un tenedor al revés,
el terciopelo y el boj
vistos en nube al través,
y el picaflor en su envés
va a su siesta milenaria.
Sin preguntar por su aria,
el carbunclo desconfía.
¿El fuego será un espía
o la abuela temeraria? (2)
Y los poetas inmóviles se cuelgan de la
soga sin poder cincelar sus versos. Y los
relojes están llenos de tatuajes que gotean el
tiempo bajo el sol.
Y más allá. El tren de carga oxida las arrugas del
amor como si quisiera podrir sus carnes húmedas.
En esa parte de la ciudad hermosa y marginal una
mujer tiene doce orgasmos cada vez que pasa el
tren y apaga el traqueteo de la planta eléctrica.
¿La electricidad de la planta de Tallapiedra
se mete en la sangre que corre por las venas?
Lo que se sabe no se pregunta.
Los rostros que viajan en los trenes están
obsesionados. Y saben que todos vamos a viajar.
Y más acá. Había un tren eléctrico sobre los muslos de la
amada. El tren de la muerte pasaba entre
jardines de rosas y se montaban oscuros
pasajeros que me decían adiós... Nunca llegó el tren, el que ha
almorzado en el infierno vive todos los almuerzos … (3)
Y más acá. El tren llega a la terminal montado en la
sonrisa boba del caballo tuerto, mientras el cantante
barullero se asfixia con la letra de Dios.
Cuando digo la verdad me entra un miedo terrible, pero
las fábulas de los trenes parecen improbables e inútiles. Eso
les pasa por ir llenos de animales que desconocemos.
(1) Dante Alighieri
(2) Lezama Lima
(3) Carlos A. Díaz Barrios
deforma la costumbre del silencio.
En el Alibar oí cantar a un muerto.
Un cantante barullero, que guardaba en una
cajita de música las melodías que le regaló
su madre.
Melodías enamoradas de letras pícaras
y una letra que casi escribió un juglar cervantino.
Y en el medio de la letra,
un estribillo pegajoso. Esa era la letra
de Dios.
No conozco a ningún muerto que cante.
Los muertos son animales muy extraños.
Siempre oigo las mismas melodías cuando el
tren pasa junto al Alibar.
No conozco a ningún cantante que
guarde la letra de Dios. Es el miedo a la lluvia
llena de letras que cruzan una ciudad de
gargantas divinas.
La garganta no es lo que ahoga al cantante.
Lo que ahoga es la ventana por la que
no se puede asomar la canción.
Y afuera el muro, el mar, la mirada por
donde va cayendo una carcajada vacía entre
las trampas de peces y el remolino de manos
donde El Diablo se viste de traje y ve
cómo nos meten los pies en un tanque con
cemento y cómo nos vendan los ojos y se burla de
la desgracia de nosotros.
Y más allá. Cerca de la central eléctrica de
Tallapiedra un tren lleno de raros animales que se
ponen de rodillas. Y las manos les sudan. Las
mismas manos con las que apagaron las velas que
encendió la furia del caballo tuerto que conduce el
tren hacia una isla que vive en el desierto. Los
animales saludan con sus manos sudorosas a
las mujeres que caminan desnudas por la línea
del tren como equilibristas suicidas. Y las
moscas se van comiendo los ojos de los animales
muertos como si se comieran los ojos de Dios.
Y más allá. Un tren pasa cerca de la casa de los
locos que tienen un extraño brillo en los ojos. Cristalino y
perdido como una manada de putas encerradas en un
cementerio.
Y Dios sereno y olvidado como un ilustre perdedor dice
como consuelo: Antes que yo no hubo nada creado, a
excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente. (1)
¡Oh ustedes los que están ahí dentro hagan malabares
con la pobrecita esperanza!
Y oigo cantar al verano. Su canto es un lamento. Y un
negro yoruba que lo escucha sabe que hay un ikú que
ejerce su fuerza poderosa para enmudecer su canto.
Y pienso que tal vez era verano cuando empezó el
mundo. O cuando el primer hermano mató a su
hermano. O donde se hizo el hoyo por primera vez. O
donde nació la maldición. O cuando el primer muerto
empezó a dar vueltas por la casa buscando a
quien llevarse.
Pero nadie sabe lo que hay en el fondo del mar.
Ni cómo la muerte le quitó al hombre lo que
tenía de santo.
El verano parece que está Osobo. Y el adivino
pregunta: ¿lariché? Y en Okana Sodde pasa un
tren con un gallo, dos palomas, una guinea, miel de
abejas, maíz tostado, jutía ahumada, carne de
res, dos cocos y pescado ahumado.
El verano paga el derecho y luego va a
refrescarse con un omiero del calor inmenso que
se respira en las armaduras del infierno.
Y más acá. El tren se toma la vida sin apuros. Se
niega a que le revuelvan la calma y escupe las
transparencias humanas y las cantaletas inhumanas,
como un tren que se acuesta en la línea del tren en
espera de que le pasen por encima. Ebrio de sí mismo es
jalado por una soga. Los relojes marcan las horas exactas en
una décima de la querencia. Una décima temeraria:
Una soga y un reloj,
un tenedor al revés,
el terciopelo y el boj
vistos en nube al través,
y el picaflor en su envés
va a su siesta milenaria.
Sin preguntar por su aria,
el carbunclo desconfía.
¿El fuego será un espía
o la abuela temeraria? (2)
Y los poetas inmóviles se cuelgan de la
soga sin poder cincelar sus versos. Y los
relojes están llenos de tatuajes que gotean el
tiempo bajo el sol.
Y más allá. El tren de carga oxida las arrugas del
amor como si quisiera podrir sus carnes húmedas.
En esa parte de la ciudad hermosa y marginal una
mujer tiene doce orgasmos cada vez que pasa el
tren y apaga el traqueteo de la planta eléctrica.
¿La electricidad de la planta de Tallapiedra
se mete en la sangre que corre por las venas?
Lo que se sabe no se pregunta.
Los rostros que viajan en los trenes están
obsesionados. Y saben que todos vamos a viajar.
Y más acá. Había un tren eléctrico sobre los muslos de la
amada. El tren de la muerte pasaba entre
jardines de rosas y se montaban oscuros
pasajeros que me decían adiós... Nunca llegó el tren, el que ha
almorzado en el infierno vive todos los almuerzos … (3)
Y más acá. El tren llega a la terminal montado en la
sonrisa boba del caballo tuerto, mientras el cantante
barullero se asfixia con la letra de Dios.
Cuando digo la verdad me entra un miedo terrible, pero
las fábulas de los trenes parecen improbables e inútiles. Eso
les pasa por ir llenos de animales que desconocemos.
(1) Dante Alighieri
(2) Lezama Lima
(3) Carlos A. Díaz Barrios
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