lunes, 26 de julio de 2010

El Arte del Gran Mogol o Cómo Matar los Burros a Pellizcos


Un fanático es un individuo que tiene razón
aunque no tenga razón
Jaume Perich

Desde la tinta que chorrea su columna periodística, el arte del Gran Mogol infecta la semántica de sus diatribas con el veneno de la distorsión, con el hábito de denigrar y mentir sin escrúpulos. Y si Zahir al-Din Muhammad aprovechó las desavenencias en la India, para avasallar al sultán de Delhi e instaurar una despótica dinastía mahometana en el norte del subcontinente, que todavía hoy es causa de los grandes enfrentamientos religiosos en esos lares, el Gran Mogol de Miami aprovecha la compleja realidad que vive la sociedad cubana y, desde el privilegio expositivo que le ofrece El Nuevo Herald a sus opiniones, se comporta como un fanático que finge ser un librepensador colocado al centro del espectro ideológico de izquierda, tal y como muchos otros que cohabitan con él (como muchos otros que estuvieron en el mismo lugar que hoy está él), con el claro propósito de imponer la creencia de que la realidad cubana es la que nos intenta vender.

La obsesión del Gran Mogol, como la de otros hermanos de su tribu, es el exilio que se opone al régimen despótico que ejerce el poder desde La Habana, en cualquier lugar que esté, de manera vertical y desafiante, aunque el exilio de Miami es su principal objeto del deseo. Como buen evangelista de izquierda intenta transustanciar su verdad en Verdad.

El Mogol miamense, en su perversa condición de "cubanólogo", traza pautas y define condiciones políticas inventadas (en el contexto de una realidad que sólo existe en su imaginación, o en las encuestas pagadas por Cuba Study Group, que siempre coinciden con ideas precocinadas en los intereses personales de su líder), como cuando intenta hacernos creer que existe un "sector conservador del exilio", para ocultar la existencia de una mayoría conservadora en el exilio, que en innumerables ocasiones ha manifestado su fuerza y capacidad de influencia públicamente. Y es que esa terminología es parte de su vieja táctica de guerra: fingir que la mayoría del exilio favorece la reconciliación con el castrismo y la aprobación de políticas que ayuden a oxigenar su permanencia en el poder, para así propiciar el comercio de esa visión en los pasillos del poder político en Washington.

Por otro lado, Mogol le da a las palabras un significante que no tienen. Les atribuye un signo negativo, retrógrado y detestable. Y es que, en su imaginario, los conservadores son aquellos que representan una "contrarrevolución fracasada". Pero no tiene la ética que se requiere para reconocer que no podría trabajar en El Nuevo Herald-un periódico que no existiría de no ser por esa "contrarrevolución fracasada"-, si el castrismo dejara de existir, de expulsar de la isla a millones de cubanos, porque la sobrevivencia e importancia del diario está ligada, irremediablemente (al igual que la de otros medios de comunicación), a la vitalidad de la comunidad cubana, la más numerosa, poderosa e influyente minoría de La Florida. En su lógica corrupta está convencido de que le conviene profesional y económicamente que sobreviva el castrismo más allá del factor biológico, y al mismo tiempo acusa a los anticastristas de querer lo mismo.

Mogol, para confirmar su poco mérito como analista político, etiqueta, rotula, señala, marca, pero nunca conceptualiza. No es capaz de ilustrarnos con los argumentos que prueben el mencionado fracaso de la contrarrevolución. Pero hemos de suponer que el hecho de que los Castro hayan gobernado más de medio siglo es lo que para él lo prueba. Por supuesto, no le resulta cómodo analizar las causas ni el contexto. Pasa por alto la sumisión del castrismo a los intereses geopolíticos de la Unión Soviética, la complicidad de sucesivas administraciones norteamericanas, y la cobardía política de Kennedy y el apoyo de los liberales estadounidenses en colaboración con los quinta columnistas cubanos, a los que sin duda, de una forma u otra, está afiliado. Su cuerpo intelectual se limita a la descalificación, el ninguneo político y la verborrea de barricada. En eso, son muchas las coincidencias (terminología, estrategias, tácticas, causas, puntos de vista, ataques, aliados) con individuos que abiertamente han declarado su adhesión al castrismo y ejercido labores de espionaje al servicio de una potencia extranjera, como la siempre infame, furiosa y alborotadora Vicky Peláez. También muchas son las coincidencias y afectos con hombres que en otras épocas han empuñado el fusil castrista desde la misma barricada, como Max Lesnik y su enrevesada, ruinosa y desgraciada cohorte de bufones. Y aquí se impone aclarar que los epítetos no son ataques personales, sino perfiles sicológicos, descarnadas y fieles caracterizaciones.

Es medular para el Gran Mogol establecer diferencias. Por eso se esfuerza en que sus lectores sepan que para él Yoani Sánchez no es una contrarrevolucionaria tradicional. Los que entran en esa categoría son enemigos de clase del Mogol. Son los que no creen en los dogmas del Mogol: diálogo excluyente con el castrismo, concesiones económicas, liberación de espías, levantamiento del embargo, no confrontación política, y reformas económicas paliativas dentro de la misma estructura de leyes e instituciones de carácter totalitario. Pero establece, con un tufo de amenaza, que si ella deja a un lado su uso de las tecnologías para mostrar su "visión generacional sobre la isla"-entiéndase una confrontación más activa o radical-, pasará a ser una contrarrevolucionaria fracasada.

Mogol se esfuerza porque le creamos que su definición de contrarrevolución tradicional significa violencia. Para él todo el exilio que no esté en comunión con sus dogmas es violento, cuando la verdad es que la inmensa mayoría del exilio quiere para Cuba un cambio sin derramamiento de sangre, pero un cambio que termine con la autarquía de los Castro. Quizás por eso prefiere el término contrarrevolución y no el de anticastrismo. Y es que Mogol cree que lo que impera en Cuba fue y sigue siendo una revolución. No se rinde ante la evidencia histórica de que la revolución murió en su propia génesis, mediante la personalización despótica ejercida por Fidel Castro, a través de la represión como sistema, como institución medieval, con ejecuciones, torturas e inquisición incluidas

El arte que el Gran Mogol miamense está desarrollando busca justificar y legitimar la polarización del debate sobre Cuba en dos grandes grupos: los reformistas y los contrarrevolucionarios, que no hace más que seguir la "vieja táctica" castrista de dividir a los cubanos en revolucionarios y contrarrevolucionarios. Para Mogol el reformismo es el camino ideal, es dialéctica; y la contrarrevolución es un equívoco, una anquilosada perversión. Este reduccionismo de Mogol ciertamente lo exhibe como el burro político que es-¿será por eso que es un demócrata a la americana? Para Mogol el reformismo es el que busca el cambio "pacífico y paulatino". Y la contrarrevolución la que busca el cambio radical y violento.

Pero la verdad es que por un lado, el reformismo de Mogol persigue cambiar las actuales condiciones económicas en Cuba a base de créditos, inversión de capital norteamericano y turismo, sin exigirle al sistema concesiones políticas, para luego sentarse a esperar que al castrismo le dé la gana, si es que alguna vez le da la gana, de permitir que empresas cubanoamericanas entren al juego bajo sus condicionantes, que es a lo que aspira el Cuba Study Group. En otras palabras: la vietnamización de Cuba-Raúl Castro simpatiza más con Vietnam que con China. Mientras, por otro lado, lo que Mogol llama contrarrevolución, salvo individuos aislados, también quiere el cambio pacífico, y que las condiciones económicas de Cuba se transformen con libertad total, pero al mismo tiempo no acepta la inmovilidad política.

Los tartufos de la "cubanología", como el Gran Mogol, buscan convencer al mundo de que la oposición es reformista, al asegurar que "los opositores que se han destacado en los dos o tres últimos años" no se han pasado al bando de los contrarrevolucionarios. Y aquí hay que volver a la semántica aplicada al contexto de la lucha política bajo un régimen totalitario. El opositor es aquel que se opone abiertamente al sistema totalitario y a todo lo que este significa y representa, desafiándolo con la confrontación cívica pública y pacífica (como lo hizo el sindicato Solidaridad en Polonia, como lo hacen las Damas de Blanco en Cuba), por lo tanto, por lo general, no podría ser un reformista en los términos en que lo plantea el Mogol. Mientras que un disidente es aquel que disiente de algunos-o todos- signos y representaciones del régimen totalitario, pero no lo confronta ni lo desafía abiertamente, sino que se limita a pedirle que cumpla sus compromisos internacionales, como el respeto a los derechos humanos, por lo que sí podría ser un reformista a lo Mogol. No por gusto hay tantos ex-castristas entre los disidentes y casi ninguno entre los opositores. Por supuesto, estas no son categorizaciones rígidas, y las excepciones están de los dos lados, porque la lucha de las ideas no es un todo homogéneo e inalterable. Pero si hemos visto a Darsi Ferrer y su esposa en las calles, es muy difícil que veamos a Chepe. Si hemos visto el enfrentamiento de Reina Luisa Tamayo y Jorge Luis García Pérez "Antúnez" con la policía política, es muy difícil que eso suceda con Elizardo Sánchez u Osvaldo Payá.

Si la oposición y la disidencia cubana no desean que la isla hipoteque el futuro bajo el control político de un castrismo reciclado tras la complaciente cortina de las reformas económicas, si quieren que el cambio sea pacífico, pero real, tienen que identificar a los mogoles de Miami y de Cuba y, por burros, matarlos políticamente a pellizcos.

Tal y como han demostrado los últimos acontecimientos, en Cuba jamás se van a lograr los cambios políticos y económicos que el país necesita, con un movimiento de unos cuantos blogueros que nadie lee dentro de la isla, y sin protestas y reclamos públicos, que pongan en jaque la inmovilidad del castrismo y derrumben el discurso de que en más de medio siglo la revolución ha hecho una Cuba mejor, con el que los castristas pretenden legitimar a la dictadura que usurpa el poder.

Los apologistas a ultranza, a cualquier precio, del cambio pacífico deberían saber que sólo la oposición abierta, la conquista de los espacios políticos prohibidos, a través de la desobediencia cívica, podrá evitar el derramamiento de sangre, que siempre es una posibilidad latente, una espada de Damocles sobre la cabeza del opositor, porque después de todo, a lo largo de la historia son muy extraños los cambios de regímenes de manera pacífica.

Pero eso es precisamente lo que no quiere el Gran Mogol de Miami. Tiene miedo que la oposición-la contrarrevolución- logre, como Václav Havel en Checoslovaquia, convocar a "la vida en la verdad", para oponerse a "la vida en la mentira", y arrinconar a los hermanos Castro, forzándolos a los dos únicos desenlaces posibles: el exilio en un refugio negociado. O la aniquilación al estilo de los Ceacescu. Quizás, debo reconocerlo, el segundo escenario sería el más peligroso, porque los "ajusticiadores" tratarán de camuflarse bajo nuevas identidades políticas y validarse al estilo de Bulgaria, Albania y Rumania, donde los comunistas, travestidos, siguen controlando la economía, la policía política, los medios de comunicación y las Fuerzas Armadas.

A Cuba no le queda más remedio, si desea el progreso, que intentar, de una forma u otra, sacudirse de encima la larguísima noche de odio y muerte que ha sido el castrismo. Tal vez para entonces, al abrirse los expedientes del departamento M-1 del MININT cubano, sepamos cuál era la verdadera naturaleza del Gran Mogol y su tribu.

1 comentario:

Lori dijo...

Qué claro usted está!