martes, 24 de noviembre de 2009

La comparsa revolucionaria


El 20 de noviembre regresé devastada a mi casa.
Devastada es la palabra justa.
Cansada, harta, estropeada. Pero más: devastada.
Si antes había tenido una mínima esperanza por un posible cambio venidero, ahora estaba casi convencida de que eso no tendría lugar, al menos en mi futuro inmediato. Entendí de pronto las caras resignadas, los rostros ajados y zombies de la gente en la calle, día tras día.
Las frases gastadas, los lugares comunes, el tono pastel empañado de la ciudad, un tono incoloro, entre ocre y grisáceo. Sucio.
Aprehendí accidentalmente, sin previa elección, todo el Horror que consume a este país.
No asistí al parquecito de 23 y G persiguiendo curiosa la noticia, ni convocada previamente por mi amigo. Fui a apoyarlo con mi presencia cercana, aunque prudente.
Varias personas se esperaban lo que tuvo lugar. No yo.
No podía suponer que una sola persona sería la causa del mayor mitin de repudio que he presenciado hasta hoy: afortunadamente, hasta ese 20 de noviembre, no había presenciado otro. Para mí fue imprevisible. Que se sintieran tan amenazados que tuvieran que preparar toda una parafernalia ridícula y juglaresca para contestar de forma tan grotesca la simple cita que le había propuesto Macho al agresor de Yoani. Por supuesto, nadie esperaba que el susodicho Rodney se presenciara, mucho menos solo. Pero, personalmente, no creo que Rodney signifique otra cosa que agente-de-represión, y eso era lo que se sobraba por todos los alrededores hasta Coppelia, en todas las esquinas. Rodney necesariamente no tiene por qué tener un rostro: basta la camisa a cuadros, la postura imposible de disimular, vergonzosa, y la aureola rancia, como le llamara Claudio, que despiden todos esos Rodneys motorizados y multiplicados cada día, como con molde de barro.
Desde niña supe por fuerza que aquí la palabra revolucionario/a jamás tendría el significado de la Real Academia. En la primaria era imposible que el niño no aprendiese de forma acelerada la necesaria hipocresía de los sobrevivientes. En mis futuros interrogatorios imaginarios le contesto a mi agente asignado que si revolucionarios se hacen llamar esos bestias que vi dando golpes y gritos de histeria sin ninguna convicción y (¡por-el-amor-de-dios!) ningún tipo de espontaneidad, muy por el contrario, en un acto a todas luces preparado, planificado y ensayado, en una burda puesta en escena sin un solo matiz de novedad: las más trilladas consignas de los ochenta, frases más huecas que los baches de la Calzada de 10 de Octubre llegando a la Víbora, aunque sin tanta textura ni relieve; contra una sola persona, insignificante se diría en medio de tanta jungla bochornosa; yo sería lo opuesto, de forma totalmente radical, a aquellas personas. Si ésos son los llamados revolucionarios, si es esa la ira del pueblo (y, again, ¡por-el-amor-de-dios!) entonces, ¡qué pueblo éste, sin moral, sin conciencia de ningún tipo, ni política, ni social ni ciudadana!
Si la repetidísima frase martiana —bueno, en realidad la original acuñada por Martí es “Ser cultos para ser libres”, ojo con la estructura inicial; impuesta incluso en los televisores chinos que casi cada hogar cubano posee—: Ser culto es el único modo de ser libre, o su versión acaballada más conocida popularmente en los horribles graffitis oficialistas (porque quien repita como máquina que en Cuba no hay propaganda sólo tiene que tomar cualquier tipo de transporte y observar cada letrero apabullante, y si le quedan alguna fuerza de espíritu después, encender la televisión en cualquiera de sus cinco monótonos canales): Sin cultura no hay libertad posible; si dicha frasecita pretenciosa fuera tomada al pie de la letra, el pueblo cubano, por supuesto, estaría condenado a vivir sin libertad, y —por tanto, invirtiendo acertadamente esta inútil sentencia— sin cultura por los siglos de los siglos… y amén. No hay, no existe una sola cosa entonces que me identifique con este pueblo ignorante y condenadamente estúpido. No tengo en mis venas ni un ápice de eso que han dado por llamar cubanía. Y si Macho, generacionalmente, creyese aún en la legendaria rebeldía e insumisión propias del cubano —cosa esta que a mí particularmente no me dice nada; estos conceptos han dejado de tener cualquier tipo de valor que si acaso antes tuvieron—, tendría que contarse entre los pocos de una muy escasa especie a punto de extinción. La cara avejentada, el pelo canoso y la expresión delirante del sujeto alto y predominante que se me avalanchó con un muy desfasado viva fidel repetido ad infinitum, mirándome directamente a los ojos como para un estudio de perfil sicológico, aunque tan desubicado, son cosas que no podría borrar ni con el mejor terapista sicoanalítico que estuviera dispuesto a ayudarme. Esa ira tan forzada y lúgubre, ese mar de gentes inconscientes y despersonalizadas: totalmente deshumanizadas, convertidas en un coro circense, sin eco ni resonancia, de comparsa funeraria; esa masa insípida y horrorosa. Nada de eso lo podría borrar de mi cabeza la mejor terapia del mundo, como no consigo borrar de mi televisor Panda esa frase idiota del político, ya no poeta, Martí.
Quinientos sujetos grises contra un ciudadano fuera de lugar, porque el lugar de las personas como Macho cierta y decididamente no es esa calle de fidel, que los frikis, ilusos, creyeron suya, por cierto, hasta que los vecinos protestaron y la iluminaron a modo de control, y que el movimiento “pacifista y vanguardista” de los ochenta tomara en su momento, y finalmente (hasta ahora, 14 días después de la anunciada cita con antelación) ese fatal 6 de noviembre, día de la brutal y disparatada golpiza a Yoani y Orlando, por Rodneys de civil, tuviera lugar una discreta marcha de jóvenes-por-la-no-violencia. Esa calle no puede ser mi lugar tampoco. Esa calle no va a dejar de hacerme sentir nunca este asco inmenso. Un asco abismal sin nombre. Por mi condición de cubana, por ese pueblo, ignominioso, sin decisiones propias, sin ideas propias, sin voz ni voto del que me niego a formar parte bajo ningún concepto. Quienes recuerden el personaje de Jack Nicholson en Batman, ese bufón villano, y su deliciosa actuación, podrán hacerse la idea del tipo de comparsa que armaron en dicha calle del Vedado. Aunque si el carnaval opulento de Nicholson repartía dinero y regalos, esta conga insípida por su parte propinaba únicamente golpes, empujones, gritos desmesurados de voces gripadas por la pandemia que carga y una visión tétrica de la ciudad a finales del 2009: esa ira del pueblo que empezaba a la señal prevista y poco a poco se iba convirtiendo en esa cosa atroz inenarrable. Presenciarla era más que suficiente para shockear al más fuerte de estómago, al que como yo no se lo esperase de antemano.
Quienes leyeron 1984 de Orwell o vieron la película se harán la idea precisa de lo que intento describir. Pueden formarse una imagen perfecta y asquerosa de lo que pasó.
Incluso ahorrándose esas escenas grabadas subidas al Youtube por los más valientes, los que sacaron fotos y videos y luego fueron apresados e interrogados por la policía, la que se autoproclamara salvadora de estos muchachos confundidos, nerviosos y manipulados como Claudio, Toni, Silvio, Fran, Manuel, Eugenio, unas muchachas “arrestadísimas” que Claudia nombra en su post titulado “El Terror”… de la implacable ira del pueblo cubano, amenazas e intimidaciones directas incluidas.
Celebro con Macho la por él quizás prevista conclusión: el desparpajante último recurso de la fuerza represora, pero insisto en que muy particularmente preferiría en lo más hondo habérmela ahorrado, aún sin que me hubiese tocado tan de cerca: he perdido la tranquilidad, la serenidad y la tolerancia, me han sido extirpados.
Me siento afortunada de no haber sido arrollada por esa comparsa revolucionaria.
Pero me sentiría más afortunada aún si hubiera estado (si estuviera) lejos, muy lejos, de la comparsa revolucionaria que nos rodea, y que no es agua.
Sólo quisiera poder ser tan optimista como mis amigos y pensar que su tiempo está contado.

Lia Villares
La Habana

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