domingo, 21 de febrero de 2010

Diálogo de Sócrates con un Viejo Trovador y los Invitados al Banquete

Por Raúl Dopico

Fui, pues, al banquete al que me invitaron en la casa de Silvio el viejo trovador, y encontré allí a Guillermo Tell el que al final se puso la manzana en la cabeza y a Z., una cincuentona actriz que alguna vez pernoctó en la cama del viejo trovador cuando éste era un cuarentón, que ahora vive en Miami, pero estaba de turista en La Habamnesia, y también a Amaury el malo, el hijo de Consuelo y a Juanes el pacífico y a Pablo el marido de Yolanda. Estaba asimismo en la casa Alfredo, el amante de R. en la época en que ambos iban juntos a la Universidad, que me pareció bastante desmejorado por la edad, pues hacía tiempo que no le veía, aunque seguía igual que siempre, con su saquito en los hombros y su pañuelito en el cuello. Y también estaba acurrucada entre Alfredo el amante de R.y Guillermno Tell el que al final se puso la manzana en la cabeza, Graciella la ciega sifilítica.

Silvio el viejo trovador estaba sentado en un taburete en una esquina de la larga mesa, sobre la que estaban exquisitos manjares de la cocina del Archipiélago. Usaba un salvavidas de cojín para aliviar las hemorroides y tenía puesta una gorra del Heat de Miami bajo la cual un gran pedazo de algodón coronaba su calva. El padrino de Z. le acababa de hacer una rogación de cabeza, porque su salud no andaba muy bien que digamos. Yo me senté a su lado, en otro taburete, y encendí mi camarita flip para que quedara constancia para la historia en voz e imagen.

Silvio el viejo trovador me saludó y me dijo:

-¡Oh, compañero Sócrates, cuán raras veces vienes a vernos al Archipiélago! No debería ser así; si yo tuviera visa para ir sin embarazo a la otra orilla, no haría falta que tú vinieras aquí, sino que iríamos nosotros a tu casa. Pero como no es así, eres tú el que tienes que llegarte por acá con más frecuencia: has de saber que cuanto más amortiguados están en mí los placeres del cuerpo y cuanto más se me alejan las notas musicales y las canciones de las manos, tanto más crecen los deseos y satisfacciones de la conversación.

-Bueno, la verdad, Silvio -dije yo-, me agrada estar aquí, ahora que has llegado a esa edad que los poetas llaman «el umbral de la vejez », para saber lo que piensas de que el Archipiélago se esté quedando sin jóvenes.

-Yo te diré-replicó-, un país sin jóvenes está destinado a ser una sombra, un fantasma. Creo que debemos reflexionar y que debemos escuchar a los jóvenes.

Intrigado con lo que él decía quise que siguiera hablando y le estimulé diciendo:

-Pienso, Silvio, que a los jóvenes del Archipiélago no les importa que este país sea una sombra. Porque miran a sus padres como verdaderos fantasmas a los que les estafaron el pasado, el presente y el futuro, y sólo piensan en no verse como ellos. Los padres de los jóvenes tampoco habrán de creer en reflexionar, y lo único que quieren es que sus hijos se salven, que escapen, para que no les pase lo que a ellos. Ellos ya son viejos y no soportan la vejez en la que viven, envueltos en el asfixiante sopor del fracaso, pero no les queda más remedio que resignarse, porque no tienen el valor de los que prefieren el martirologio de la disidencia a la inercia del silencio. Tal vez tú soportas fácilmente la vejez no por tu entrega al sistema, sino porque esa entrega te permitió viajar, tener todos los vicios y placeres a tu alcance y amasar una gran fortuna; y dicen que para los ricos hay muchos consuelos.

-Eso que dices es una verdad a medias, querido Sócrates-dijo Silvio el viejo trovador-. A los padres de esos jóvenes nadie los estafó. Creyeron en un sueño y lucharon por él. Y se entregaron en cuerpo y alma. Ellos tuvieron la misma oportunidad que yo de amasar una fortuna. Pero ni aquí en el Archipiélago ni en ninguna otra parte del mundo todos los que quieren amasarla pueden lograrlo. Y menos en un país que no pudo hacer las cosas como se proponía porque El Imperio lo bloqueó.

Lo miré a través del visor de mi flip y descubrí en el tic de sus labios que la última frase era el discurso agrio, el pésimo vino que tenía que degustar como justificación de toda la esquizofrenia de la que vivía rodeado: una hija con más maridos que discursos en la Plaza de la Tortura; un hijo que no quiere que lo confundan con él y carga sobre los hombros el nombre que marca la diferencia: Silvito el bueno; y una plebe que está esperando lavarse todas las culpas y cogerlo por las cuatro greñas que le quedan y arrastrarlo por las calles, como expresión de esa rabia mezclada con envidia que genera el hecho de que él vivió mejor que ellos gracias a que la era le parió un corazón y él lo entregó a cambio de 12 monedas.

-Creo que te confundes, Silvio-le dije-. Cuando los padres de esos jóvenes descubrieron que el sueño era una ilusión, que se sacrificaron para que otros se enriquecieran y envejecieran ejerciendo el poder sin darles la más mínima oportunidad de progresar, porque el progreso era imposible bajo un sistema que no era una República, bajo un Estado que decapitó a los comerciantes, que convirtió la misión de los militares de dar seguridad en asegurarse que nadie pudiera ni respirar sin permiso del Estado, y donde el liderazgo político era cada vez más analfabeto, entonces se convirtieron en ancianos afligidos, porque perdieron la oportunidad de aunque sea vivir mejor, y sienten como si ahora no viviesen. Les duele, Silvio. A algunos incluso les duele que en su vejez los ultrajen sus mismos allegados. A esos viejos ya nadie les hace tragar el cuento de que la agricultura no produce viandas y frijoles por culpa del bloqueo, ni que las vacas no dan leche por culpa del Imperio, ni que no hay guaguas porque no las pueden traer de la orilla de enfrente. Sobre todo cuando los otros viejos, los que los engatusaron con el cuento de la buena pipa, tienen Mercedes Benz, la mesa bien servida y cuentas bancarias en España y en Suiza.

Incómodo, Silvio el viejo trovador cambió el trasero de posición en el salvavidas, y echó una mirada rápida al resto de los presentes, que parecían entretenerse con nuestro diálogo.

-Mira, Sócrates, a mí me parece que éstos viejos inculpan a lo que no es culpable-dijo Silvio el viejo trovador-; uno hace su propio destino. Los culpables son ellos, en todo caso, de ser unos fantasmas.

-Creo que en eso estamos de acuerdo-le dije-. Ellos son los culpables: pusieron cartelitos de esta es tu casa, pidieron paredón como posesos por las calles, aplaudieron que cerraran los periódicos, las emisoras de radio y las televisoras, combatieron a la 2506 que quería que no envejecieran sin vivir la vida como quisieran, se subieron a las montañas a limpiarlas de bandidos que tenían más dignidad que ellos, y fueron a cortar caña para hacer diez millones de toneladas de azúcar que los iban a poner de un putazo en el primer mundo. Después, no conformes con tanto fracaso, no se fueron por El Mariel, ni se metieron en una embajada, ni cogieron una lancha para brincar el charco, ni se opusieron a nada, pero sí dieron actos de repudio, hicieron trabajo voluntario, llenaron miles de veces la Plaza de la Tortura para aplaudir como carneros amaestrados, sirvieron como carne de cañón en el continente negro o en cualquier otro continente, y no se echaron al mar cuando El Archipiélago se convirtió en una balsa, porque la gente enfermó con un virus llamado pirarse. Pero ahora tampoco se atreven a reclamar que les respeten sus derechos y se resignan a ser fantasmas, a que sus hijos se salven, para ver si viven los últimos años con las migajas que ellos les manden desde El Imperio.

Allí estaba el close up del flip captando el leve aleteo de las orejotas del trovador, que parecía agotado de tanto buscar las palabras para la esgrima.

-Lo que puedo decir es que me parece bueno que haya un debate, que sea un tema que trascienda, y que se esté ventilando públicamente y que no nos estemos escondiendo para decirlo. La ida de los jóvenes no es un tema nuevo, es un tema viejo, lamentable y dolorosamente viejo.

-Eso es verdad-dijo Alfredo el amante de R. -. En mis tiempos se nos fueron muchos jóvenes; pero aunque lo que dicen no carece de valor, le están dando más del que merece. Que se vayan los jóvenes que no tienen la entereza revolucionaria para construir el futuro. Ya nacerán otros.

-Ese es el problema-le dije a Alfredo el amante de R.-, que ya ni están naciendo otros. Y los pocos que están naciendo han perdido como cinco pulgadas de crecimiento y un 50 porciento de masa corporal. O sea, que los jóvenes del Archipiélago cada vez son más pequeños y más escuálidos.

-Hay que analizar por qué los jóvenes no están a la altura de lo que nosotros queremos-dijo Silvio el viejo trovador.

-A lo mejor el problema es que lo que hace falta es jama, como dijo Pánfilo el filósofo marinero-dijo Juanes el pacífico.

-Le estamos dando demasiada importancia a la vejez-dijo Alfredo el amante de R-. A ver Sócrates, ¿acaso no fue tu alumno Platón el que dijo que para los cuerdos y bien humorados, la vejez no es de gran pesadumbre, y al que no lo es, no ya la vejez, sino la juventud le resulta enojosa?

-Cierto-le dije. Pero ese es el problema con los viejos, con los padres estafados, que ni están cuerdos ni de buen humor. Y como estarlo, si lo que ayer era malo hoy es bueno. Lo que ayer era bueno hoy es malo. A ellos la juventud no les resulta enojosa, sino triste. La perdieron cuando decidieron dar el salto al vacío detrás de las consignas. La perdieron cuando los fosilizaron en el molde del hombre nuevo, en las escuelas al campo, en las guardias de los CDR y en el carnaval arrollador. La perdieron con la destrucción del conocimiento como virtud, con la destrucción de la idea de Dios, que es el camino hacia la ignorancia, la amoralidad y la pérdida de la ética.

-Están amargados porque son unos malagradecidos-dijo Amaury el malo, el hijo de Consuelo-.Ni Silvio ni yo estamos apesadumbrados con la vejez, porque entendemos que la gloria que hemos alcanzado se la debemos a la patria que soñaron y construyeron para nosotros nuestros líderes.

-Ni el hombre discreto puede soportar fácilmente la vejez en la pobreza, ni el insensato, aun siendo rico, puede estar en ella satisfecho-le dije a Amaury el malo, el hijo de Consuelo.

- A lo mejor estamos queriendo demasiado de los jóvenes-dijo Silvio el trovador-, estamos pidiendo demasiado de ellos.

-De perlas -contesté yo- es lo que dices, Silvio; le estamos pidiendo demasiado. Y eso no es justo. ¿Cómo les vamos a pedir que no se vayan si aquí sólo tiene un camino: el de sus padres?

-¿De qué justicia hablamos?-dijo Guillermo Tell el que al final se puso la manzana en la cabeza.

-No lo sé, dímelo tú-le dije- ¿Afirmaremos que es simplemente decir la verdad?

-La verdad es relativa-dijo Guillermo Tell el que al final se puso la manzana en la cabeza.

-Digamos entonces que es simplemente decir una verdad o un tipo de verdad-le dije-y aceptar que a los padres los engañaron, que sólo querían que ellos envejecieran para que los líderes y los que veían por el ojo del culo de esos líderes envejecieran enriquecidos, y así devolverle a esos padres envejecidos lo que ellos perciben que pudieran haber recibido en otra vida, en otro Estado, a través de lo que logren sus hijos cuando se vayan. ¿Eso puede ser una buena forma de hacerles justicia: darles en pago algo por la miseria que han recibido luego de más de cincuenta años de sacrificio?

-No se confirma la justicia en decir la verdad ni en devolver lo que se cree se debió haber recibido-dijo Alfredo el amante de R.

-Lo que se confirma es que se ha leído usted a Platón, y lo interpreta como le da la gana-le dije-.Pero lo que no confirma su aseveración es que sea verdadera y mucho menos justa.

-Pues a mí me parece que es justo que lo padres quieran lo mejor para sus hijos-dijo Z. la cincuentona actriz que alguna vez pernoctó en la cama del viejo trovador-, pero lo que no me parece justo es que los jóvenes se vayan.

-Di, pues -requerí yo-, tú, mujer, que has heredado la discusión, ¿qué es eso que tu visión de la justicia te impulsa a creer que es justo para los jóvenes en vez de la huida?

-No lo sé, tal vez quedarse y tratar de cambiar las cosas.

-¿Y por qué no te quedaste tú con tu hija para cambiar las cosas?-le dije.

-No lo sé. Eran otros tiempos-dice Z. la cincuentona actriz que alguna vez pernoctó en la cama del viejo trovador.

-Cada uno es buen robador de aquello mismo de lo que es buen guardador-le digo a Z. la cincuentona actriz que alguna vez pernoctó en la cama del viejo trovador.

-Dices verdad -aseveró Amaury el malo, el hijo de Consuelo-, pero nuestros líderes no le han robado ni a los padres ni a los hijos. Al contrario le han dado educación y salud gratuita.

-Vaya, entonces según tú la justicia se reduce a un sistema de salud y otro de educación gratuitos-le digo-. De lo que se deduce que para aquel que no está enfermo o que ya sabe leer y escribir no es necesaria la justicia, y puede ser estafado moral, ética, espiritual y económicamente. O sea que para ti la justicia es el arte de robar para provecho de los líderes y para joder a los crédulos, a los soñadores.

-¿Y qué hacemos para evitar que los jóvenes se vayan? –dijo Pablo el marido de Yolanda, que no había dicho ni esta boca es mía durante el banquete, más ocupado en mantenerse con la boca llena que en hacer uso de la palabra.

-Quién sabe. Los jóvenes ya no son lo que nosotros soñamos que serٕían-dijo Alfredo el amante de R.

-Lo más fácil es decir que los jóvenes ya no son como nosotros soñamos que debían ser-dijo Silvio el viejo trovador.

-Bien dices -afirmó Alfredo el amante de R.-. Pero, ¿qué otra cosa podemos decir? Hablar de justicia en un Archipiélago en el que hemos luchado cincuenta años por ser justos me parece inútil.

-Sigue usted faltando a la verdad. Al menos a la verdad histórica-le digo-, porque lo único que yo he encontrado en este Archipiélago, cada vez que vengo, y por eso cada vez vengo menos, es injusticias por todas partes: a los negros no les dan trabajo en los hoteles ni en los centros turísticos para extranjeros; a los negros es a los que más les piden identificación en las calles; los negros son la mayoría de la población penal; los negros no están representados en la clase privilegiada de los dirigentes; los negros son minoría en las universidades; los raperos no pueden dar conciertos; la gente no puede asociarse libremente; los medios de comunicación son un monopolio estatal; el acceso a internet no es libre. Además, de nada serviría la justicia si sólo puede ser solicitada para aquellas cosas que usted considera útiles, porque, ¿acaso las cosas útiles para usted no son inútiles para otros?

-Hay que reflexionar, analizar por qué muchos jóvenes del Archipiélago tienen como única aspiración emigrar-dijo Silvio el viejo trovador.

-Simple: porque quieren vivir mejor que sus padres. No quieren verse reflejados en ese espejo-le digo.

-No se puede ser tan reduccionista-me dijo Silvio el viejo trovador.

-¿Y por qué crees tú que los jóvenes tienen como única aspiración emigrar?-le dijo a Silvio el viejo trovador su amigo Pablo el marido de Yolanda.

-Será porque ellos no pueden tener aquí la fortuna que tienen ustedes-le dije a Pablo el marido de Yolanda, quien por cierto, ya no es el marido de Yolanda. Eternamente Yolanda, quien por cierto, también se fue a vivir al Imperio.

-No todo es la fortuna. ¿Por qué lo reduces todo a la fortuna?-dice Silvio el viejo trovador.

-Porque es una buena manera de medir el éxito en la vida-le digo-. Cierto no todo es la fortuna, pero lo es mucho menos cuando un Estado te quita la libertad de elegir, de tener la voluntad para hacerla o para no aspirar a ella.

-Los jóvenes de hoy sólo conocieron de cerca la penuria material, el aumento de las desigualdades, el deterioro de la educación, la crisis de los modelos de conducta en el entorno familiar y en el medio social a su alcance-dijo Graciella la ciega sifilítica saliendo de su letargo.

-Por Dios, también los jóvenes de antes, sólo que no se daban o no se querían dar cuenta. Los de ahora son los hijos nacidos de la probeta de ensayos fallidos que fueron sus padres- le digo a Graciella la ciega sifilítica.

No hay duda –dijo Graciela la ciega sifilítica-; pero contésteme esto. ¿Qué pasaría si los jóvenes de ahora deciden envejecer en otro país?

-Cuando un hombre empieza a pensar en que va a morir, le entra miedo y preocupación por cosas por las que antes no le entraban, pero cuando un hombre joven tiene miedo de morir sin haber vivido a plenitud la juventud, se le trastorna el alma con miedo de que sea verdadero su miedo; y vive en una desgraciada expectación. Quieren llegar a la vejez luego de una vida justa, para enfrentar la muerte de forma más calmada y no con la agitación que la enfrentan hoy sus padres, luego de sentir que se acercarán a la muerte llenos de injusticias.

-Deja preguntarte algo, Sócrates-me dijo Z. la cincuentona actriz que alguna vez pernoctó en la cama del viejo trovador. ¿Eres capaz todavía de estar con una mujer?

-Para ustedes los del Archipiélago, al final todo tiene que terminar en el sexo-le dije.

-De ningún modo, Sócrates –dijo Pablo, que ya sabemos es el ex-marido de Yolanda-; ese aserto me parece inmoral.

-Con la vejez se produce una gran paz y libertad en lo que respecta a tales cosas-le digo a Pablo el ex-marido de Yolanda-Pero también deberás saber que cuando afloja y remite la tensión de los deseos, ocurre exactamente lo que Sófocles decía: que nos libramos, como quien escapa de un amo furioso y salvaje, de muchos tiranos, con la mayor satisfacción. Tal vez entonces la salvación del Archipiélago está en que todos envejezcan, en que los jóvenes se vayan y todo se convierta en una gran casa de trucos, llena de fantasmas extraviados en el salón de los pasos perdidos o en el laberinto de los espejos. Tal vez ya es hora de que El Archipiélago pierda el renombre que le dan fraudes y robos. Pero pongamos la pelota en otra cancha: Dime tú Silvio, a tus sesenta y tres años. ¿Eres capaz todavía de estar con una mujer?

-Sí- dijo Z. la cincuentona actriz que alguna vez pernoctó en la cama del viejo trovador-pero lo hace peor que hace veinte años. Nunca ha podido ser buen amante, porque tiene complejo de tener la pinga chiquita.

-Por Dios Z.-dijo Silvio el viejo trovador-, no cambias. Para lo único que me sirvió acostarme contigo fue para que le hablaras a todo el mundo del tamaño de mi pene.

-Una duda, Silvio-le dije-¿Si pudieras echar el tiempo atrás, te arrepentirías de haber llegado a viejo con una gran fortuna hecha a costa de la vejez de tanta gente?

-Tengo que ir a quitarme esto de la cabeza-dijo el viejo trovador y se levantó de la mesa del banquete.

Fue entonces que pude comprobar que el alma, en el momento de la muerte, se separa del cuerpo. El viejo trovador cayó redondito, redondito, mientras una sombra negra se desprendía de él revoloteando en la habitación sin saber si algún día tendría la oportunidad de purificarse y reencarnar.

2 comentarios:

Zoé Valdés dijo...

Ay, qué requetebueno, cómo me he reído!!!

El tiranicida dijo...

Gracias Zoé, que bueno que te gustó, la verdad yo también me divertí mucho escribiéndolo. Causas, razones, verdades, ironías y burlas están ahí como mapa dela desgracia nacional.