Las Lágrimas que no Lloramos
Foto: Leandro Feal
Claudia Cadelo/Octavo Cerco
Poder de decidir sobre el otro, sobre la vida del otro, sobre las posesiones de otro, sobre los derechos de otro: esa es la enfermedad de mi gobierno. Esperar para salir del país, para decir lo que se piensa, para ganar dinero decentemente, para vivir sin miedo: esa es la enfermedad de mi pueblo.
No soy una persona nacionalista, no me considero patriota ni nada por el estilo, pero amo mi tierra y La Habana en los días grises y en los amarillos. Me gustan los cubanos cuando sin conocerte te dicen “mi amor”, me encanta escuchar las conversaciones de la gente en la calle y saber que si quisiera podría hacer un comentario y “meterme” a dar mi opinión. Me fascinan algunos lugares específicos de mi ciudad y ver a la gente de mi edad viviendo vidas diferentes, vidas únicas, vidas al margen.
Sin embargo hay otros días en que siento mucha vergüenza de la tierra en que nací. A veces miro a la gente y no tiene rostro, son todos iguales y todos de miedo. Días en que sé que nadie se salvará, nadie gritará, nadie se tenderá la mano y nadie dirá “mi amor” porque el terror es más grande. Días de indolencia, de lástima y de impotencia con ellos y conmigo. Días en que la espera se me hace larga. Días en que el dolor me hace llorar y no entiendo cómo es posible que los otros no estén llorando. Días en que me parece absolutamente necesario que un mar de lágrimas corra por Calle 12 hasta el Malecón, porque nuestros ojos secos ya no llevan a ninguna parte.
Desde la muerte de Tamayo se me han vuelto todos así.
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