Desde la Memoria: Los Años 80, Omar Pérez, PAIDEIA y la Casualidad Poética
Omar Pérez
Por Raúl Dopico
1.
Por una de esas putas casualidades que tiene la vida, entre los miembros del jurado que le acaba de entregar, semanas atrás, en Cuba, a Omar Pérez el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén, por su libro “Crítica de la razón puta”, está la poeta Lina de Feria, y ese hecho simple, hasta banal si se quiere, ha sido capaz de tejer nuevamente en mi memoria el hilo frágil, casi imperceptible, que alguna vez unió, en forma efímera, la vida de Omar Pérez con la mía, y la mía con el grupo que firmó el documento PAIDEIA.
Rolando Prats Páez
A Omar Pérez lo recuerdo como si fuera hoy. Me lo presentó en la sede de “El caimán barbudo”, en Paseo entre 25 y 27, Bladimir Zamora. Acababa de salir el primer número de la revista “Naranja dulce”, con portada de Zaida del Río (de las últimas personas que vi en La Habana antes de partir al exilio, en la época que vivía con Sigfredo Ariel). A través de Omar conocí a Ernesto Hernández Busto, Rolando Prats Páez (Cayito) y Abelardo Mena. Por aquella época yo era el único poeta desconocido y sin un solo poema publicado (que por demás tenía la desgracia de llevar el apellido de otro poeta que ya sonaba bestialmente, tras la publicación de un libro elogiadísimo: “El correo de la noche”), que trabajaba escribiendo y dirigiendo programas en Radio Ciudad de La Habana, la “emisora de los poetas” —estaban también Bladimir Zamora, Sigfredo Ariel, Albis Torres, Wendy Guerra, Ramón Fernández-Larrea y Alberto Rodríguez Tosca—, y en la redacción de programas infantiles y juveniles de la Televisión Cubana. Había llegado a ambos empleos empujado por la mano amiga de una amante, que era la hija de quien había sido mi maestra de teatro en mis días de actor, y avalado por la recomendación que algunos poetas que me habían leído le hicieran a Albis Torres. Después de todo, mi formación literaria era desordenada, completamente autodidacta (al igual que muchos de los escritores de mi generación) y como parte del taller literario que sesionaba en Trocadero 162, la mítica casa de Lezama Lima, al que asistían quienes después fueron mis amigos: Almelio Calderón y Juan Carlos Flores, poetas a través de los cuales conocí a otros poetas: Pedro Marqués de Armas, Rogelio Saunders y Antonio José Ponte. Todos colgados hoy en el tiempo del olvido o en el de la distancia que diluye la amistad o hace irreconocible a los simples conocidos.
2.
Después de conocer a Omar vinieron tiempos hermosos, románticos y tragicómicos. Terminé una retorcida y poco saludable relación con la madre de mi hija Frida, y comencé otra relación más retorcida y envenenada que la anterior (era mi costumbre por aquella época), al casarme con una actriz de relativa fama—una desgracia, porque Colina filmó la boda para el noticiero ICAIC que ponían en todas las salas de cine, y el ridículo fue mayúsculo—, a pesar de que me gustaba hasta la locura otra actriz y poeta que tenía la mirada puesta entre los pintores y los músicos famosos, y que ha devenido en exitosa novelista, que no es ni heroína ni perseguida.
También por esos días me dieron un premio Caracol en un Festival de la Radio y la Televisión, y me atreví, en un panel de debate en ese mismo evento, sobre “los jóvenes intelectuales, los medios de comunicación y la revolución”, a decir que las famosas palabras a los intelectuales de Fidel Castro: “dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada”, eran un discurso desgastado y obsoleto que no tenían nada que decirle a los jóvenes cubanos de ese momento. La declaración fue una bomba que caldeó un evento en el que un día antes Ramón Fernández-Larrea y el elenco de su programa radial habían representado una escena de “La tremenda corte” en homenaje al gran Tres Patines. Soledad Cruz (periodista de Juventud Rebelde, famosa por tener una hija con el secretario de Fidel; por escribir un artículo que hacía suya una frase que deambulaba por el inconsciente colectivo: “Esto no hay quien lo arregle, pero no hay quien lo tumbe”; por su polémica con Rafa Rojas y Arturo Cuenca, si mal no recuerdo; por ser años después embajadora de Cuba en la UNESCO; y últimamente por vagabundear por el kaos que habita en la red), que me había abierto las puertas de Juventud Rebelde para publicar crítica de arte, estaba sentada a mi lado y, alzando la mano, pidió la palabra.
—Lo siento flaco, pero tú solito te suicidaste, no me puedo quedar callada—me dijo.
Tomó el micrófono y arremetió contra mi crítica. El silencio en el salón metía miedo. Y era lógico. Un total desconocido había agarrado a todos por sorpresa criticando directamente a Fidel Castro, el intocable, frente a una cámara que lo filmaba todo, sin ambages, sin medias tintas, con pelos y señales, y la gente no sabía cómo reaccionar. ¿Quién era yo: un loco o un provocador?
Estaba nervioso. Creo que ni siquiera sabía bien por qué había dicho lo que había dicho. Pero quise polemizar y pedí la palabra. Fue entonces que quien presidía la mesa de debate (he olvidado su nombre, su rostro) dijo que era momento de hacer un receso. Todos, como si les hubieran arrancado la lengua, comenzaron a salir del lugar con los ojos en el piso, con miedo a recibir miradas y gestos de complicidad o de rechazo.
La escena reaparece intacta: Soledad Cruz avanza hacia mí, con los labios fruncidos, levantando ligeramente los hombros, en un gesto que decía claramente lo siento.
—¿Dónde trabajabas? —me susurró al oído, y se alejó con una risita burlona en los labios, que ahora cae en el charco de la memoria y me salpica de cinismo.
Después de aquella escaramuza la represión no fue total, pero sí inmediata.
En Juventud Rebelde jamás me volvieron a pedir una crítica (sólo llegué a publicar dos trabajos sobre espectáculos de danza de Marianela Boán y Lorna Burdsall, legendaria figura de la danza moderna en Cuba, que acaba de fallecer el pasado 27 de enero en La Habana), y yo no esperaba que fuera de otra forma.
Edelsa Palacios, la directora de Radio Ciudad de La Habana, me llamó a su oficina y canceló mi programa de radio. Cambios en la programación, me dijo. Todavía no habían fusilado a Ochoa. Pero la cuerda de la distensión con los jóvenes creadores comenzaba a partirse. El programa de Ramón Fernández-Larrea vivía acosado por la censura y la vigilancia desde la oficina de Carlos Aldana.
Pero momentáneamente no me botaron de la televisión, eso vendría después. Vilma Montesinos, la jefa del departamento de programas infantiles y juveniles, me conservó como empleado por órdenes de Enrique Román Hernández —el mismo que posteriormente sería embajador en Jordania y en la actualidad es vicepresidente del ICAP—, que quién sabe qué órdenes tenía. Seguí haciendo “Dando Vueltas”, un espantoso programa infantil, y “En confianza”, una revista juvenil donde se acababa de trasmitir una entrevista que le había hecho a Omar González, hoy presidente del ICAIC, en la que este aceptaba que la salida del país de los artistas plásticos, que por esos tiempos se iniciaba, era una política diseñada por el Ministerio de Cultura, que, según sus palabras, los lanzaba al mundo para que vieran lo duro que era ser artistas en el capitalismo (¿tendrá aún guardada esa entrevista Orlando Cruzata?). En eso estaba, cuando PAIDEIA me encontró.
3.
Yo no busqué unirme a PAIDEIA ni PAIDEIA me buscó a mí; PAIDEIA me encontró en octubre de 1989. Ya habían fusilado a Arnaldo Ochoa y el horno no estaba para galleticas.
Me uní a PAIDEIA o tal vez deba decir que firmé el documento, en su quinta y definitiva versión, que generaron los organizadores del proyecto PAIDEIA (sólo había estado en dos o tres de los eventos que se organizaban en el Centro de Promoción Cultural Alejo Carpentier, y ni siquiera participé en la reunión del 4 de agosto de 1989, en la que se leyó el primer documento que “fundamentaba y volvía a lanzar” el proyecto PAIDEIA, y donde se recogieron las primeras firmas de adhesión, muchas de las cuales quedaron en el camino), cuando por una puta casualidad me encontré con Omar Pérez y Ernesto Hernández Busto a la salida de Radio Progreso—había ido, creo, a conversar sobre un proyecto radial con Jaime Almiral.
Cuando Omar me abordó y me mostró el documento, yo no había leído a Foucault, ni la Paideia de Jaeger, y no me sentía post-modernista ni la cabeza de un guanajo. Mis lecturas filosóficas eran, por decirlo de alguna manera, menos sofisticadas: Ortega y Gasset, algo de Heidegger y Bertrand Russell. Ni en afinidades de lecturas yo era de PAIDEIA. Había leído “El hombre unidimensional” de Marcuse” —horrendo—y un poco a Gramsci—suficiente para parecerme repugnante, trasnochado, un revisionista sin sentido. Yo y el marxismo nos llevábamos muy mal, y por consiguiente, mi anticastrismo era abierto y no se lo ocultaba a nadie. No padecía de ninguna confusión filosófica y estaba convencido, desde muy joven, que vivíamos sometidos por una dictadura de carácter totalitario insalvable. Sabía, como lo demostraban los hechos en Europa Oriental y la entonces Unión Soviética, que ni el socialismo era una utopía ni el futuro le pertenecía en lo absoluto. En todo caso era una aberración colectivista enajenante y degenerada. Despreciaba a Stalin y a Lenin tanto como a Trostky, a Fidel y a Alfredo Guevara. Y para mí Marx sólo era un judío racista que odiaba a su nuero Pablo Lafargue por mulato—como le gustaba resaltar a mi padre—, pero lo toleraba porque le financiaba su filosofía bastarda e ilegítima; o tal vez sería mejor decir usurpada y deformada en función de una grandeza intelectual que no poseía (Engels me parecía más pintoresco—quizás por su aire burgués—, al menos él comprendía que el estado capitalista era una estructura compleja y no “el comité de negocios de la burguesía”). Tenía una ventaja sobre la mayoría de mi generación: conocía la historia de la Cuba republicana de primera mano. Y la verdadera naturaleza de los acontecimientos previos y posteriores al triunfo revolucionario llegó a mí por boca de algunos de sus actores. No tuve que arribar al exilio para enterarme del significante real del castrismo y sus líderes, ni de que el Che Guevara era un asesino. Para mí George Orwell era un profeta y Albert Camus un paradigma.
—Demasiada muela entrelíneas, para no decir que lo que hay es que cambiar toda esta mierda—le dije a Omar cuando leí el documento, pero acepté que incorporara mi firma, o lo firmé, no lo sé. Ernesto, igual que siempre, según recuerdo, no habló conmigo. Fue entonces que le pedí a Omar una copia para llevársela a Ramón Fernández-Larrea para que la firmara. Ernesto soltó una risita incrédula, y Omar resultó tajante:
—Dudo que lo firme—me dijo.
Por unos instantes no supe qué decir. Ramón no sólo era el amigo que me daba refugio en su casa de Guanabacoa—me divorcié de la actriz medio famosa tan rápido como me casé, y no tenía dónde vivir—, sino que era el tipo valiente al que admiraba por la dignidad con que había enfrentado y muchas veces burlado la censura del Big Brother cubano contra su programa de radio “El Programa de Ramón”, que desde los cuentos infantiles parodiaba la asfixiante realidad cubana, y que si no salió del aire cuando fusilaron a Ochoa, fue gracias a la intervención del actor Luis Alberto García, que impidió que se trasmitiera el derretimiento del soldadito de plomo en la fragua martiana (¿Mito de mi memoria o realidad de la época?). Un gesto—el fallido derretimiento—que vino a significar el último verdadero aullido, para decirlo con los aires de rebeldía de Ginsberg, de aquel programa—después todo fue escaramuzas—, de aquel evento radial que se convirtió, de la noche a la mañana, no sólo en el show más escuchado en La Habana, sino en uno de los actos contestatarios más hermosos de la Cuba de los años 80—se trasmitía a las 5 de la tarde y luego se repetía a las 12 de la noche. Además, Ramón era un tipo al que apreciaba—y aprecio—como poeta.
Pero Omar tenía razón: Ramón no firmó.
Almelio Calderón
Después de firmar el documento de PAIDEIA las cosas se precipitaron una tras otra: la redacción y firma de la carta de los jóvenes realizadores del ICRT, en la que protestábamos y nos negábamos a la propuesta del gobierno de unir el ICRT con el ICAIC (preferíamos lidiar con nuestros monstruos, antes que estar bajo la batuta de los guevaristas, y lo logramos); las reuniones de PAIDEIA con la UJC; los encuentros semiclandestinos en el parque Almendares de los que sobrevivimos la primera desbandada (aparecen ante mí, por última vez en el Almendares, Emilio García Montiel, Reina María Rodríguez, ¿Mandy?, Almelio Calderón, Jorge Ferrer, Ernesto Hernández Busto, Rolando Prats Páez, Omar Pérez…); la histórica reunión de los jóvenes realizadores de la televisión cubana con Juanito Hernández, el vicepresidente de esa institución, a raíz de los conflictos generados por el contenido del programa “En confianza” (en esa reunión la alimaña que conducía el programa “En confianza”, y que hoy se pasea por los pasillos de Televisa en México, como gran señor de la televisión—incluso se da el lujo de teorizar sobre televisión, algo que desconoce completamente—, Alexis Núñez Oliva, pidió que comprendiéramos la situación del país y a sus dirigentes, provocando que yo explotara: Juanito y sus jefes lo que quieren es que a La Habana lleguen los tanques rusos, como en Praga, y nos pasen a todos por encima, le dije, y Juanito, perdiendo la compostura, me botó de su oficina a gritos, mientras Alexis soltaba una risita burlona. Era el mismo Alexis que por entonces presumía tener derecho de picaporte en la oficina del número 3 Carlos Aldana, y que años después, en México, decía ser periodista oficial de Cuba, e intentó que las autoridades migratorias deportaran al realizador de video clips Ernesto Fundora); la cancelación de “En confianza”; la salida de la televisión; y el distanciamiento de PAIDEIA.
4.
Nunca renuncié a PAIDEIA. Nunca me visitó un agente de la seguridad para intimidarme. Nunca me fui de PAIDEIA. Del grupo me sacaron de la misma forma en que me dieron acceso: en silencio, sin aspavientos, como le suceden las cosas a los que en estos grupos entran como quórum, como número necesario para acrecentar las filas. Jamás me tomaron en cuenta para redactar una carta. Jamás fui invitado a un taller en casa de Ernesto. Jamás me prestaron un libro de la biblioteca de PAIDEIA—tal vez porque nunca me invitaron a llevar un libro para tener derecho a acceder a ella. En realidad nunca pertenecí a PAIDEIA. Lo entendí el día que Omar Pérez dijo que no consideraba a nadie “como perteneciente a PAIDEIA”. Y a pesar de eso me siento orgulloso de haber puesto mi firma ahí, por el simple hecho de que significó estar en contra. Y es que yo, ahora lo sé, siempre he estado en contra: de los que gobernaban, de los que no firmaron el documento de PAIDEIA—por cobardes hay que decirlo, aunque la cobardía no sea un delito. O por oportunismo, que tampoco es un delito, pero es repugnante—, de los que hoy viven fuera, pero siguen sin firmar las cartas, porque no quieren confrontación—por cobardes, oportunistas y miserables, hay que decirlo, aunque no sean tres delitos—, y sobre todo, de los que ayer estuvieron viviendo de las prebendas que les daban (viajes, publicaciones, premios) y hoy hablan de dialogar, de negociar, de no transigir, de cambiar, en fin, de capitular, mientras son conductores de programas de televisión en Miami. O productores de noticias. O periodistas de El Nuevo Herald. O guionistas de televisión. O incluso, abiertamente procastristas con programas de radio. Los mismos que ayer callaron y hoy se complotan. O se llenan la boca para criticar al exilio intransigente que les llena el estómago.
Cuando me dejaron fuera de PAIDEIA, casi sin darme cuenta, me fui del país, primero con la cabeza, después con el cuerpo. Atrás quedaba aquella agrupación de jóvenes que buscó dialogar con un estado totalitario y transformarlo, creando, desde la cultura, espacios de poder alternativos. ¿Pedante estupidez intelectual? ¿Ingenuidad juvenil? ¿Frivolización de la política? ¿Falta de comprensión de los signos de un estado totalitario? ¿O todas a la vez? No sé, pienso que todas a la vez.
5.
PAIDEIA, a la distancia, sería hoy una declaración de abierta adhesión marxista a la dictadura. Cuando leo: “dentro del clima de diálogo que se ha ido afianzando en los últimos años y convencido de que así estaremos contribuyendo a la preservación de la más noble raíz de la política cultural históricamente postulada por la Revolución Cubana—libertad de creación dentro de la axiología necesaria—; contribución que alcanzaría a la Revolución misma en su dimensión más profunda—la de hecho cultural por excelencia”, le doy más importancia que entonces a la confusión, a la indigestión marxista que pretendía jugar dentro de la retórica castrista, reivindicando, conscientemente, el axioma cultural fidelista, que definía su visión de la cultura dentro de la revolución, para buscar, desde ese discurso, espacios de poder.
Increíblemente algo tan ingenuo, tan inocuo, asustó al castrismo, que, acostumbrado como estaba a que la intelectualidad, sometida, sumisa y cobarde, jamás contradijera los lineamientos trazados por Fidel Castro, sobre todo después del caso Padilla, no se esperaba que le exigieran un diálogo basado en el supuesto “derecho común a discutir (a disentir) y participar en el establecimiento de los principios y fundamentos mismos en los que se ha de basar nuestra convivencia”. Porque un diálogo de esa magnitud implicaba debatir con el único que podía autorizar ese diálogo. Y como sabemos, eso es absolutamente imposible en un estado como el cubano.
Pero más increíble era que tonterías de tal magnitud asustaron a la llamada vanguardia intelectual cubana, que rechazó a PAIDEIA cuando el proyecto se radicalizó y asumió una postura desafiante: Iván de la Nuez, Adriano Buergo, Félix Suazo, Lázaro Saavedra, Tania Bruguera o Ana Albertina Delgado, por sólo citar algunos nombres. Y es que no era lo mismo para aquella vanguardia participar de las actividades de PAIDEIA, mientras el proyecto estaba acogido por una institución del gobierno, que firmar un documento que dejaba a sus firmantes fuera de la legitimidad que les daba la política cultural oficial; legitimidad donde “lo inefable le sigue susurrando a lo ventrílocuo: Os sacaré los ojos y os serviré de perro y de bastón”.
Gente como Omar Pérez y Cayito, por su pensamiento marxista, tal vez les hubiera resultado mejor atraerlos hacia el aparato cultural del régimen, si este hubiera actuado con cierto grado de inteligencia política. Quizás—permítanme especular—no hubiera sido difícil institucionalizarlos o hasta comprarlos. Y al menos hoy tendrían dos buenos poetas repartiéndose la poltrona desde la que, sin merecimientos, revolotea el gato volador Prieto o desde la que acecha “Rojas, el malo”. Y puede que la mejor prueba de esta posibilidad sea la conversión de Omar Pérez a un guevarismo fundamentalista de nuevo orden, que lo pierde en mediocres complicidades, desde las que, tratando de justificar lo injustificable, se rebaja intelectualmente a la categoría de puta escribana.
Después de PAIDEIA no volví a ver a nadie del grupo, ni siquiera a Almelio Calderón, el único al que me unía cierta amistad. Me vida era un círculo: Guanabacoa (mi albergue), el apartamento de G y 23 en que pernotaba con Alba (mi pareja de esos ocho meses finales que antecedieron a la partida) y la casa de mi hija Frida. La monotonía la rompió una llamada de Ramón Fernández-Larrea.
—Te ganaste el Luis Rogelio Nogueras—me dijo.
6.
Era 1991. En aquel entonces ese premio no tenía mucho prestigio—no sé si lo tiene hoy—, y recién acababa de empezar a otorgarse. Me lo dieron en la categoría de poesía para autor inédito, con un cuaderno titulado “En mi jardín pastan los héroes”, un obvio homenaje no sólo al autor del verso, Roque Dalton, sino a Heberto Padilla. Lo notable es que de los tres jurados el único que yo conocía, el único que era mi amigo, votó en mi contra: Ramón Fernández-Larrea. Alberto Acosta-Pérez y Lina de Feria defendieron mi libro contra la voluntad de Ramón de premiar a otro escritor del que se me escapa el nombre. Ese año el ganador del concurso en la categoría de poesía para autor publicado fue Jorge Luis Arcos, quien ya era un ensayista respetado.
El día de la premiación Lina de Feria se me acercó y me dijo: “Tu poemario es muy valiente, pero destruye el primer poema, debilita el libro”, y desapareció. La próxima vez que supe de ella fue cuando hizo el paripé de quedarse en Miami. Y al no recibir las canonjías que esperaba, o que ella suponía que le darían por exiliarse, se fue corriendo de regreso a Cuba—cuando se llega a viejo sin saber comer sólo, es muy difícil, la entiendo. La última vez que supe de ella fue cuando leí en la prensa que era, junto a Roberto Manzano y Basilia Papastamatiu, parte del jurado que premió a Omar Pérez por criticar a la razón puta. A la razón, puta. Y todo por puta casualidad. Por casualidad, puta.
Días después de recibir el premio, mi amigo Alejandro Robles—a quien había conocido allá por el año 1986 en casa de Iván Arocha, el editor del ICAIC, el de las maravillosas brujitas—, me había invitado a pasar por el apartamento de una amiga suya a celebrarlo, y allí conocí a Magdalena Quijano, una muy buena editora de la Casa de las Américas que me iba a dar una sorpresa: acababa de comenzar una relación amorosa (que recorrería un largo camino desde ese encuentro hasta hoy), con alguien que estaba saliendo de la cocina: Ramón Fernández-Larrea.
Estando ahí supe que el apartamento al que me había invitado Alejandro Robles era de Hilda Guevara, la hija del asesino (a quien no conocí, porque no estaba en Cuba, y Magdalena—o quizás Alejandro, no recuerdo— le cuidaba el apartamento). Hilda Guevara, la misma que por puta casualidad. Por casualidad, puta, resultó ser la medio hermana de Omar Pérez. La misma medio hermana que hizo que Omar, el poeta brillante, el conversador sagaz, descubriera, recogiendo tomates en uno de esos campamentos para “El hombre nuevo” creado por su padre, que “el héroe es héroe en relación con la polis. Y con los dioses. Guevara equipara al revolucionario a un religioso y define la fuerza que lo sostiene como un fenómeno espiritual”. Pobre hermana. Pobre hermano. Pobres medios hermanos. Pobres medios hijos. Pobres medios todo. Yo sé, la sangra llama. La cabra siempre tira pa´l monte (aunque yo, allí, en el apartamento de Hilda, no sabía nada de eso, y creo que Hilda tampoco). Pobre Omar, ha tenido que crear una justificación filosófica, una espiritualidad, para darle cuerpo al discurso intelectual de un Padre. De un no-Padre cuya filosofía estaba asentada sobre una máquina de matar. Guevara nunca equiparó al revolucionario con un religioso. Lo equiparó con un asesino frío, despiadado, cruel y cobarde que era la imagen que veía cada mañana al pararse frente al espejo.
—No disparen, soy el Che Guevara, y soy más útil vivo que muerto—dice el héroe espiritual de Omar Pérez en su último acto de cobardía, en una frase que, en su semántica, nos deja oler la traición. Nos deja oler un yo les digo todo lo que quieran saber. Nos deja oler el apestoso miedo en la escuelita de la Higuera. Quizás el acto más humano de este miserable hombre, que creía que los intelectuales, como su hijo bastardo, no eran de fiar.
El Luis Rogelio Nogueras nos lo bebimos, porque yo estaba convencido de que si me habían dado el premio, era porque los esbirros de la cultura todavía no tenían los ojos puestos en él, y porque era difícil que dejaran que el cuaderno saliera publicado.
7.
Semanas después comencé los trámites para irme del país: la carta de invitación, el certificado de nacimiento, el certificado de antecedentes penales, las fotos para el pasaporte. Todo iba angustiantemente bien, hasta que necesité una carta del centro de trabajo. Pero yo no tenía trabajo. No importa, una carta del último lugar donde trabajaste, me dijeron los de inmigración. Y ahí vinieron las trabas: durante días Vilma Montesinos se negó a recibirme, y después se negó rotundamente a firmarme la carta. Que te la firme Román, me dijo con desprecio. Y allá fui hasta la oficina del presidente, y le monté guardia. No puede recibirte, me dijo la secretaria. Y con paciencia asiática esperé hasta que el propio Román cedió. Me hizo pasar a su oficina. Almorzaba.
—Pasa, ¿quieres almorzar? —me dijo con honestidad.
—Ya almorcé, gracias—mentí partido del hambre.
—Ay, Dopico, Dopico, cómo das dolores de cabeza —me dijo.
—Porque les da la gana. Yo lo único que quiero es que me firmen la carta como que trabajé aquí. Es más, ustedes me botaron, pero todavía tengo un contrato vigente con la redacción de dramático—le dije, recordándole que antes de que me botaran, Tenchy, la asesora de programas drámaticos, me había aprobado una adaptación de “El perseguidor” de Julio Cortázar, diciendo: Es el mejor guión que me he leído en esta redacción. Un guión que escribí a solicitud de Juan Pin Vilar, y que nunca se llegó a hacer.
—Te la voy a firmar para que te vayas lejos, y para quitarme un peso de encima. Y haznos un favor: ¡Quédate! —me dijo con sinceridad, casi aliviado al pronunciar las palabras, mientras firmaba la dichosa carta.
—No me voy a quedar. Sólo quiero respirar—le dije.Y él me echó esa mirada de viejo sabueso que tenía, sabiendo que le mentía burdamente.
Después de la dichosa carta llegó a mis manos el pasaporte, y luego era el turno de la visa mexicana. ¡Ay, la dichosa visa mexicana! El embajador mexicano de entonces, a quien había conocido en una fiesta en la embajada de Holanda, Mario Moya Palencia, un ex presidenciable bastante procastrista, me dijo personalmente que en México no me quería, y me negó el visado. Pero él no contaba con mi astucia. Ni con la del chapulín colorado. O sea, el tío de una amiga mexicana que era íntimo del presidente Carlos Salinas de Gortari, y al que yo había dado cierta asesoría en un viaje que hizo a La Habana, donde pensaba invertir en una fábrica de sacos de azúcar, para que valorara los riesgos. Bastó una llamada desde la presidencia mexicana, para que Moya Palencia se abriera de patas con una amabilidad que daba asco.
No me di cuenta, hasta que estaba en el avión, que me iba de Cuba un 17 de mayo de 1992. El castrismo celebraba el día del campesino. Yo celebraba mi libertad. Atrás quedaban mi hija, mis padres, mis hermanos y Alba.
8.
Después de Cuba vino lo mejor: demostrar que Omar González estaba equivocado. Un artista, si era un artista de verdad, tenía en el capitalismo el mundo a sus pies. Y no tenía que pedirle permiso a nadie para doblegarlo. Sólo había que luchar para que el mundo no te aplastara los pies, y si te los aplastaba, estar dispuesto a seguir caminando para tratar de doblegarlo, porque al final del camino, si no lo doblegabas, al menos nadie te habrá dicho que no podías hacerlo.
9.
A Ernesto Hernández Busto, el otro que me incitó a firmar el documento de PAIDEIA, o que estaba presente en el momento en que lo hice, lo he vuelto a ver, desde que me fui de Cuba, en tres ocasiones: en México, D.F., en la inauguración de una exposición del pintor cubano Roney Fundora (organizada por Alejandro Robles, que en 1994, cuando se ganó el premio de la Gaceta de Cuba con el cuento “Los Muertos”, fue invitado a la feria de Guadalajara y lo aprovechó exiliándose), y en Miami, dos veces, por la televisión, aunque he comentado de él, sus libros, artículos y blog con mucha gente.
Flashback. 1992. Después de que me fui de Cuba, es la primera vez que alguien me habla de Ernesto Hernández Busto. Ha terminado la presentación de “Mea Cuba”, de Guillermo Cabrera Infante, en la ciudad de Guadalajara. He sido uno de los presentadores—invitado por el organizador, el poeta mexicano Jorge Esquinca, que publica con frecuencia en la revista Vuelta apoyado por Octavio Paz, y que tiene una buena opinión de mi poesía—, amenaza de bomba por medio, junto al poeta Aurelio Asiaín, quien me pregunta si lo conozco (para entonces Ernesto ha comenzado a publicar algunas cosas en la revista Vuelta, pero aún no ha escrito la reseña sobre Cabrera Infante que no le gustará para nada al autor de “Tres Tristes Tigres” —eso va a ser como en 1996—, y que le costará un buen tiempo fuera del Parnaso de Paz). Asiaín, por razones que desconozco, no tiene elogios para con Ernesto, pero en mí encuentra una pared.
Raúl Dopico y el poeta mexicano Jorge Esquinca
Al parecer mi desencuentro con Asiaín originó que la ponencia que leí esa noche sobre el libro y la obra de Cabrera, fuera la única que no se publicara en Vuelta—éramos cuatro los ponentes, y además de Asiaín estaba el poeta Enrique Fierro, junto a otro escritor mexicano de quien no alcanzo a pescar su gracia.
10.
Flashback.1993. Guadalajara, México. Es la feria del libro. Es la primera vez que vuelvo a saber de Omar Pérez. Ramón Fernández-Larrea es parte de la delegación cubana. Enorme delegación costeada por la Universidad de Guadalajara. La feria está dedicada a Cuba, porque el Premio Juan Rulfo se lo han otorgado a Eliseo Diego (debo decir que al parecer el premio ha sido negociado previamente entre Casa de las Américas y la UdeG, porque—merecimientos literarios aparte—, según se comenta en el infernal mundillo cultural tapatío, le han dado el premio a Eliseo a cambio de que al año siguiente le den el premio Casa de las Américas de Cuento a Dante Medina, el hombre que maneja los entramados culturales de la universidad tapatía, y que es la mano derecha del rector Raúl Padilla. Y así será. En 1994 Dante gana el Casa con su libro “Cómo perder amigos”. Y para acabar de rematar, cuando se lo otorguen a otro cubano, origenista también, Cintio Vitier (con quien tuve una fuerte discusión por Cabrera Infante en esa feria de 1993), en el 2002, también le darán, a cambio, otro Casa de Cuento a Dante Medina, pero esta vez un año antes, en el 2001, por su libro “Te ve, mi amor T.V”.
Ramón me traía un regalo: cien ejemplares de mi poemario ganador del Luis Rogelio Nogueras. Yo estaba equivocado. Lo publicaron. Claro, con una corrección hecha sin mi consentimiento: le cambiaron el nombre al libro. Le pusieron “El delirio del otoño”.
—Total, brother, da lo mismo un verso de Dalton que otro. Lo importante era que te publicaran—me dijo Ramón, mientras me arrastraba a tomarnos una foto con Jorge, el hijo de Roque, Eliseo, Juan Pin y el Rapi. Y mientras la cámara accionaba su flash, yo pensaba que era un extraño argumento en boca de un poeta. El no me lo quería decir, pero yo sabía lo que estaba detrás: les molestaba el homenaje a Heberto Padilla.
Jorge Dalton, Ramón Fernández-Larrea, Raúl Dopico y Rapi Diego
Jorge Dalton, Eliseo Diego, Juan Pin Vilar, Raúl Dopico
Fue Ramón quien me dijo, en ese lejano 1993, algo que hasta entonces yo ignoraba.
—Ay viejo, Omar descubrió que era hijo del Che, y se fundió. Regresó de un viaje a Italia y lo metieron en Chirona, en un campamento del Ejército Juvenil del Trabajo— me dijo Ramón, y sentí una enorme tristeza.
Después, a lo largo de estos años, he sabido muchas cosas de Omar Pérez, pero tengo la creencia de que ése, del que escucho hablar y al que leo, no es, la mayoría de las veces, el Omar Pérez que conocí. O quizás lo veo así porque en realidad lo conocí poco.
No sé por qué empiezo a temerme que la Crítica de la razón puta, de Omar Pérez, con esa “reactualización de temáticas nacionales y universales de carácter ético, filosófico, político y didáctico”, tiene mucho de revolucionario espiritualismo, pero muy poco de sagrado. Tiene mucha búsqueda de la verdad, muchas “canciones y letanías” y sobre todo, en demasía, “la perseverancia de un hombre oscuro”, pero muy poco o nada de silencio. Es que quizás, para decirlo con palabras de Cabrera Infante, está enfermo con el “nazismo de los pobres”.
1 comentario:
que cosas del tiempo, no tengo noticias frescas de Almelio, ni de Omar, pero todo mi recuerdo, las largas reuniones cuando nos pusieron a escribir para Pioneros y Cia,y despues todo el malecon hasta casa, o en los juegos de pelota de la playa, todas, me dicen que Omar es un tipo muy bueno, que hasta me pidio de no firmar el documento para protegerme; la vida eh y las distancias.
saludos
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