Carlos Franqui, un hombre solo
ORLANDO JIMÉNEZ-LEAL/El País
Carlos Franqui era un hombre solo. Lo conocí, hace más de 50 años y lo recuerdo ya instalado en su soledad, como si fuera un hombre invisible rodeado de gente. Su poder, sin embargo, era extraordinario. Eran los primeros meses de 1959, la revolución cubana había triunfado y Carlos había bajado a La Habana desde la Sierra Maestra, en pleno entusiasmo revolucionario, para dirigir el periódico Revolución, el órgano oficial del Movimiento 26 de Julio, de donde emanaba el verdadero poder político en Cuba.
En contraste con mi naturaleza optimista y fácilmente irónica, lo recuerdo como un tipo cauto y mordaz, y distante, entusiasta y, por momentos, desconfiado. Creía que la revolución consistía en la genuina alegría del pueblo, en el folclore, frente a las formalidades de las clases altas. Llegó a creer, como un día le oí decir "que la rumba era más fuerte que el comunismo". Ya en el poder, armó la fiesta. Atrajo a artistas y a poetas, rescató a escritores olvidados, fundó una casa editorial, un suplemento literario y apoyó entusiasmado todo tipo de manifestación cultural y artística. De repente, La Habana se llenó de productores de cine, de filósofos franceses, de poetas, de poetas chilenos, de agentes de la KGB, de pintores de vanguardia, y hasta de los que alguna vez lo habían sido. En sus calles lo mismo veías filmar a Carol Red que a Errol Flynn. La Habana era de veras una fiesta.
Pero todas aquellas libertades se fueron apagando poco a poco, hasta que ese gran diálogo multitudinario, se convirtió en un gigantesco monólogo. Hasta que todas las voces se convirtieron en una sola voz: todo el mundo empezó a hablar como Fidel Castro y a pensar como Fidel Castro y a imitar a Fidel Castro, a tal extremo que, hasta el propio Fidel Castro, llegó a imitar a Fidel Castro.
Los más, los inocentes, asistían encandilados a esta puesta en escena, detrás de la cual, un grupo de altos conjurados iba tejiendo la trama de un régimen siniestro. Carlos Franqui lo presentía, y ese sentimiento iba acentuando en él una soledad en que pugnaban, como ángeles y demonios, sus más viejas pasiones: la soñada utopía que lo llevó a militar de joven en el Partido Comunista y el amor a la libertad que lo hacía enemigo natural de cualquier tiranía.
Pasó varios años en esa pelea contra sus demonios, librada en estricta soledad. Mientras tanto, unos amigos empezaban a desertar, otros eran enjuiciados y otros, sus amigos también, revelaban sus verdaderos rostros de capos y verdugos. Al fin, su amor a la justicia pesó más que cualquier tipo de beneficio dado por un poder cada vez más espurio; poder que él salió por el mundo a denunciar con una vehemencia que era también un exorcismo y una declaración de principios. Llevaba a cuestas el drama de la revolución cubana devorándose a sí misma, con los rostros de sus compañeros, revolucionarios como él que, habían sido fusilados o encarcelados a largas condenas. "Yo soy un campesino, y estoy acostumbrado a la libertad que tienen los ríos y los caballos en el campo", me dijo una vez.
Por el resto de su vida sería un batallador solitario contra la tragedia que él había contribuido a crear con su entusiasmo, y en ese empeño prescindió de grupos y partidos, con la disposición de un auténtico caballero andante. Así, solo y tenaz, acaba de rendirse a la muerte. Soñaba con Cuba, seguramente, que, era a la vez su sueño y su pesadilla. Jamás renunció a la gran esperanza para su isla, a la que no volvió.
Orlando Jiménez-Leal es escritor y cineasta cubano.
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